Mayorga no disimula su satisfacción al ser preguntado por cómo ha ido la temporada. La respuesta del público, con una alta ocupación, demuestra un interés palpable, tanto por la programación como por ciclos como Poetas en La Abadía o El Faro de la Abadía, demostrando que su apuesta ha encontrado eco. “Estamos celebrando los 30 años de La Abadía y siento que lo estamos celebrando de la mejor forma posible, trabajando y creando, manteniendo y desarrollando un espacio que creo que es importante para esta ciudad», afirma. Entre los nuevos proyectos destaca Abadía 44, un programa ambicioso de formación actoral que busca no solo formar intérpretes, sino crear un grupo que dialogue con la escena desde el pensamiento, la emoción y la acción. “Si este trabajo es un trabajo bello, lo es fundamentalmente por dos razones: Porque te permite imaginar ocasiones de reunión, y porque te permite acompañar el trabajo de otros”.

Juan Mayorga. Foto de Javier Mantrana.

ESTAR EN DEUDA CON LO ESCRITO

Entrar en el proceso creativo de Juan Mayorga es adentrarse en un bosque lleno de notas dispersas, frases oídas en la calle y preguntas sin responder, en el que la reescritura es el pan nuestro de cada día. “No doy nunca por acabado un texto. Siempre pienso que puedo dar al personaje una segunda oportunidad. Que diga algo que no dijo o calle algo que dijo. Que sea más cobarde o más valiente”, confiesa. Sus textos no se cierran, se reescriben en un combate continuo. “Creo que entre mis misiones no está la de acabar una obra porque creo que, precisamente, tener esa misión contradiría la más importante, que es ofrecer un texto lo más rico posible a la comunidad teatral y desde ahí a la sociedad”. Ejemplo de ello es Los yugoslavos, su último estreno en La Abadía que, aunque ha contado con versiones en Buenos Aires, Belgrado y alguna lectura dramatizada en inglés, esta será la primera vez que se represente sobre un escenario en nuestro país -aunque sí que hubo una lectura dramatizada con César Sarachu, Daniel Albaladejo y Beatriz Argüello-, tras más de 15 años en proceso. “Algo sucedía para que no tuviese lugar ese estreno. Es una obra con la que tengo una relación muy íntima. No he dejado de pelear con ella hasta la semana pasada”, admite.

 

EL BAR COMO ESCENARIO Y UNIVERSO

El origen de sus obras es variado y a menudo accidental. Algunas nacen de una noticia leída como El jardín quemado; otras, como El chico de la última fila, de una anécdota propia de su época como profesor; de una conversación telefónica nocturna para encargarle una necrológica de alguien que aún no ha muerto, como la inédita La necrológica; o Cartas de amor a Stalin, por ejemplo, una visita a una librería de viejo le hizo encontrar las cartas de Bulgákov a Stalin, detonante de toda una pieza. “Las obras te asaltan”, resume.

En Los yugoslavos, el bar es el espacio vertebrador. “El bar como plaza, como lugar entre lo doméstico y lo laboral, me fascina”, dice. Y que supone una evocación autobiográfica, como un archivo emocional, ya que el abuelo de Mayorga regentaba un bar. “Recuerdo que siempre volvía a casa con el As y el Ya bajo el brazo, con los bollos que habían sobrado, y que nosotros desayunábamos al día siguiente y, sobre todo, con muchas historias”, que sirvieron para iniciar y nutrir el imaginario de este creador.

Dentro de Los yugoslavos se recogen fragmentos de su dramaturgia previa: el poder de la palabra, la búsqueda de sentido, la fragilidad de la identidad; convirtiéndola en un espacio donde, casi mágicamente, pueden colarse personajes de otras obras suyas, en un divertido juego -¡Atentos a los detalles!- que regala a los seguidores de su teatro, “está vinculado a esa idea del bar como microcosmos”. Este cruce de textos y personajes, aclara, no es tanto una autocita como una forma de prolongar su universo teatral, un tejido donde la vida cotidiana y lo fantástico se tocan.

 

EL AMOR, LA TRISTEZA Y LA ESPERANZA EN LA PALABRA

El núcleo temático de Los yugoslavos se articula sobre tres pilares: el amor que siente Martín, dueño de un bar de barrio cualquiera, por Ángela, su mujer; la tristeza profunda que le acecha a ella y que Mayorga vincula con uno de sus mayores temores: “que alguien a quien quiero caiga en una depresión”; y una convicción que atraviesa su obra: la esperanza en la palabra.

“La palabra puede destruir, pero también salvar. Puede dar sentido. Y aquí, un hombre le pide a un cliente, que encuentre las palabras que él no tiene para salvar a su esposa”, resume el autor. Así, lo verbal adquiere una dimensión terapéutica, casi mágica, pero sin perder su anclaje ético. Una palabra que toma forma en los cuerpos de Javier Gutiérrez, Luis Bermejo, Natalia Hernández y Alba Planas, “de una forma especialmente intensa. Realmente estos actores me están llevando a repensar la obra, a reimaginarla”, y pasa a explicar el por qué: “Quiero que cada uno de esos cuatro personajes importe. Siento afecto por cada uno de ellos y, al mismo tiempo, tengo dudas sobre lo que hacen y por qué lo hacen.”

 

LA BUSQUEDA DE UN LUGAR

En la obra, aparece un mapa hacia un lugar incierto llamado ‘Los yugoslavos’ que es detonante de todo. Un enclave que podría ser tanto un territorio real como un refugio simbólico. Mayorga vuelve aquí a una de sus obsesiones: el mapa como metáfora del deseo de orientación, del intento por encontrar un lugar en el mundo. “Los yugoslavos son personas que nacieron en un país que ya no existe. La protagonista busca un sitio donde poder estar, donde no sentirse fuera de lugar”, explica. “Los yugoslavos es también una obra sobre la pérdida y sobre una mujer que está dejándose guiar por un mapa, quizá porque está buscando un sitio que, a diferencia de todos aquellos donde ha estado hasta ahora, no sea un lugar equivocado. Ella no está bien en ninguno de los lugares donde ha estado, donde está, y busca otro lugar. Pero creo que ahí hay también una luz”.

 

En la foto (de Izq. a Dcha.) Luis Bermejo, Alba Planas, Javier Gutiérrez y Natalia Hernández, protagonistas de Los Yugoslavos. Foto de Javier Mantrana.

 

La escenografía, diseñada por Elisa Sanz, y la iluminación de Juan Gómez-Cornejo, reproducen estos espacios en tránsito, con el bar, zonas de la ciudad y zonas domésticas que se entrecruzan en un continuo onírico. “Me importa mucho que, de pronto, aparezca lo maravilloso y lo extraño que está en lo cotidiano”, apunta Mayorga con respecto a ese juego a caballo entre lo común y lo extraordinario que continuamente tiene lugar en su teatro, y que exige un acuerdo con el público: “La mayor forma de respeto hacia un ser humano es esperar algo de él. Espero que el espectador imagine, relacione, recuerde, cree conmigo. Siempre digo que lo más importante que puede ocurrir en escena es que el espectador diga ‘yo estoy ahí, yo soy ese’”. Ese respeto hacia el espectador como interlocutor activo ha guiado toda su obra. Sus personajes son espejos fragmentados, posibilidades de uno mismo más que reflejos idénticos. Y quizá por eso mismo su escritura, como apuntaba al comienzo de nuestra conversación, nunca termina: porque la vida no lo hace. “El escenario es un lugar demasiado importante como para usarlo para demostrar que tengo razón. Este es un lugar de intercambio, de interpelación, de cuestionamiento, que es tanto más interesante cuando se ocupa precisamente de aquello que no está claro, de aquello que vemos con confusión”, afirma.

 

EL TEATRO COMO ESPACIO DE RESPETO

En uno de los momentos más entrañables de nuestra charla, Mayorga recuerda su primer contacto con el teatro: una función de Doña Rosita la soltera. Allí entendió que el escenario podía hablar del paso del tiempo, de la pérdida, de lo irrecuperable. “Vi también La vida es sueño –en un montaje precisamente de José Luis Gómez-, Yerma, El pato silvestre. Era un teatro con la misma densidad que las grandes novelas de mi biblioteca. Espectáculos que en mi adolescencia y primera juventud fueron decisivos”, un apunte que nos sirve para preguntarle sobre la revitalización que está viviendo el teatro de repertorio dentro de las programaciones de los espacios escénicos de la capital. “Siempre es importante que haya una atención a las grandes tradiciones, pero también es muy importante que haya espacios para voces nuevas, para nuevas sensibilidades, para nuevos asuntos, para nuevos caminos. Si fue importante para mí conocer las creaciones del repertorio, también lo fue encontrar la mirada, por ejemplo, de Rodrigo García en sus primeros trabajos”. Referentes que también han influido en su labor como programador. “En La Abadía conviven clásicos y contemporáneos, creadores consagrados y nuevos lenguajes”, explica mientras bromea haciendo una comparación entre el sistema teatral ideal con el cuento judío del náufrago que construyó tres sinagogas: a la que iba, a la que no y a la que no iría jamás. “Es importante que existan las tres -apunta-. Que haya muchas voces muy distintas. Precisamente, lo más interesante es aquello de lo que no podemos hacer una apropiación inmediata, aquello que no nos confirma en nuestra visión, en nuestro juicio, también en nuestros prejuicios estéticos. Es muy importante que esté Valle-Inclán, Shakespeare y los grandes áureos, pero también es muy importante que haya un teatro de experimentación, de riesgo y, por supuesto, la nueva creación implica riesgo”.

Con Los yugoslavos, Mayorga no solo firma una nueva pieza, sino que condensa en ella buena parte de su mirada escénica: el respeto a los personajes, la escucha hacia el público, la búsqueda de lo extraño en lo cotidiano, la palabra como lugar de encuentro. “Es una obra sobre el amor, sobre el dolor de no tener un lugar, sobre la esperanza de encontrarlo”, resume.

Y esa esperanza, como el teatro que defiende, está hecha de palabras que nunca terminan de decirse del todo. Palabras que abren preguntas, que piden complicidad, que invitan a imaginar otra manera de estar juntos.

 

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