Hace 30 años ya que las puertas del Teatro de La Abadía se abrían con El retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, al frente del proyecto se encontraba José Luis Gómez con un claro objetivo: poner al actor, la palabra y la conciencia en el centro. Ahora, tres décadas después, Gómez regresa para confirmar que aquel objetivo primigenio se ha cumplido estrenando Francisco Ferrer. ¡Viva la Escuela Moderna!, una propuesta que utiliza como pretexto la figura del pedagogo y librepensador fusilado en 1909 por defender la educación laica y emancipadora en una época convulsa, para interrogar un presente donde el pensamiento crítico vuelve a ser incómodo.
La patria teatral
Para los cuatro intérpretes del espectáculo, La Abadía no es un teatro, sino una patria. “Mi casa de teatro”, dice Arias, que formó parte del grupo fundacional en 1995. “Durante estos 30 años ha pasado por muchas etapas, pero volver ahora con José Luis es cerrar un círculo.”
Luque, que se incorporó poco después, recuerda aquella primera época como un laboratorio irrepetible: “La Abadía nos marcó corporal y espiritualmente. Venían maestros de todo el mundo, instaló en nosotros una forma de entender el oficio, de abordar cada reto con rigor y escucha. Ojalá hubiera muchas más Abadías en España”.
Lidia Otón, que llegó con poco más de veinte años desde Asturias, confiesa que su vínculo es casi biológico: “Aunque esté lejos, siempre llevo La Abadía conmigo. Es un modo de estar en el teatro y en el mundo. En mis clases intento que ese legado siga vivo”. Y Barranco lo resume con una imagen sencilla: “Mi primer trabajo profesional fue allí. La Abadía es el lugar donde comprendí que la profesionalidad puede ir unida a la ilusión.”
El actor como centro
En Francisco Ferrer. ¡Viva la Escuela Moderna! esa herencia se hace visible, situando al intérprete en el centro. “José Luis nos ha dejado libertad absoluta para crear -explica Otón-. Nos ha dado el testigo confiando plenamente en nosotros. Ese gesto resume su sello: el actor por encima de todo.”
Esa fe en el intérprete no es nueva, es la razón por la que Gómez fundó La Abadía: un espacio para “elevar la elocuencia del actor”, como subraya Arias. “Somos los encargados de cargar de vida el texto, la escenografía, el vestuario. Todo nace del cuerpo y la voz del actor.” Una afirmación que Luque amplía: “Nada cobra sentido hasta que el actor entra en escena. La luz, el espacio, la música, todo espera al actor. Él es lo imprescindible, el corazón del hecho teatral.”
La arquitectura misma del teatro, con sus dos salas -la Juan de la Cruz y la José Luis Alonso-, fue pensada para que el actor estuviera cerca del espectador. Barranco así lo percibe cada vez que entra en la sala: “Por mucho concepto escénico que haya, siempre está el actor aquí, frente a ti. Eso define a La Abadía.”

Un maestro que también aprende
Gómez ha pasado por muchas etapas, y los actores que le acompañan desde los inicios han crecido con él. “Es el octavo espectáculo que hago con José Luis -dice Arias-. Y lo maravilloso es que, después de tanto tiempo, sigue aprendiendo, sigue escuchando. La relación se ha vuelto de confianza absoluta.” Una confianza que para Luque se traduce en libertad: “El rigor sigue ahí, pero ha dejado espacio a la creatividad. El intérprete es cada vez más autor de lo que hace”; pilares del método ‘abadiano’ a los que Barranco suma el trabajo de elenco y la escucha. “No se trata de reivindicar el yo, sino el nosotros. Esa ética del grupo es una de las grandes lecciones de José Luis.”
Otón lo resume a través de una idea muy acorde con el pensamiento de Francisco Ferrer: “Nos ha enseñado a despojarnos del ego. En un tiempo de individualismo, La Abadía sigue apostando por la comunidad.”
Una pedagogía escénica
No es casual que Gómez haya elegido cerrar el círculo con un texto sobre la educación. La historia de Francisco Ferrer -su sueño de una escuela racionalista, su proceso judicial, su ejecución- atraviesa el montaje como una advertencia. “Es un recordatorio de que la educación es lo que abre el pensamiento”, dice Lidia Otón. “Y quizá por eso a veces no interesa tanto cuidarla.”
Barranco añade: “No es una función partidista. Habla de libertad de pensamiento, de espiritualidad, de la necesidad de poder pensar por uno mismo.” Y Arias recuerda que Gómez siempre ha tenido la mirada puesta en la memoria: “Mirar al pasado no es nostalgia, es proyectarse hacia el futuro. Ferrer no solo representa una idea de escuela, sino una forma de entender la política, la religión, la existencia.”
En un tiempo de pantallas, la lección de Ferrer resuena con fuerza. “Hoy vivimos sin espacio para el pensamiento profundo”, dice Luque. “Ferrer nos recuerda la importancia de levantar la mirada del móvil y mirar al mundo y al otro con una mente crítica.” La obra se convierte así en una conversación entre épocas: la Barcelona anarquista de 1901 y la sociedad digital del siglo XXI. La pregunta que lanza Gómez no es histórica, sino urgente: ¿qué estamos enseñando? ¿Y qué estamos olvidando enseñar?

El teatro como refugio
Los actores coinciden en que el teatro sigue siendo un espacio de resistencia. “Frente a las pantallas y las inteligencias artificiales -dice Arias-, el teatro ofrece algo que no puede manipularse: la presencia. Lo que ves es lo que hay. Y eso, hoy, es revolucionario.”, pensamiento que comparte con Barranco quien lo define como “el arte del error”, un territorio donde nada se puede editar ni borrar. “Es la artesanía pura, el cuerpo, la voz, el tiempo real.”
Otón, por su parte, alerta contra otra tendencia que amenaza esa esencia: “Nos está contaminando el naturalismo televisivo. Hay que recuperar la imaginación, la poética, el riesgo. El teatro no puede conformarse con parecerse a la vida: tiene que transformarla”. Una afirmación a la que Luque se suma: “La forma, la musicalidad, la metáfora… ahí está la belleza del teatro. No se trata de copiar la realidad, sino de reinventarla.”
Educación, arte y futuro
Los cuatro intérpretes comparten una misma preocupación: la pérdida del pensamiento crítico y la fragilidad de lo público. “La educación no es un gasto, es una inversión a futuro”, afirma Luque. “Si los estudiantes se convierten en clientes, la comunidad se desmorona.”
Arias añade: “Sorprende que lo que Ferrer defendía en 1901 siga siendo motivo de debate. Despertar el espíritu crítico debería ser lo más lógico, y sin embargo seguimos discutiéndolo.”
Otón, siempre pedagoga además de actriz, reivindica “despertar la curiosidad”, esa chispa que abre el mundo. “Cada alumno es distinto. No podemos medir el éxito con una sola regla. La educación -como el teatro- tiene que abrazar la diversidad.”
La Abadía, 30 años después
Tres décadas después, La Abadía sigue siendo un lugar donde el arte se confunde con la vida. Para Arias, “no se entiende mi trayectoria sin ella. Ojalá no pierda nunca su foco: elevar la elocuencia del actor.” Barranco imagina el teatro del futuro como un oasis en un Madrid saturado y asfixiante: “Un espacio donde parar y escuchar, donde se respire el silencio y el tiempo lento.” Otón lo define como su formación vital: “Me conformó como actriz y como persona. La Abadía me enseñó a compartir, a crear comunidad. Ojalá haya muchas ‘abadías’ en el futuro.” Y Luque cierra el círculo con una imagen coral: “La Abadía nos enseñó a ser elenco, a formar parte de algo mayor. Ojalá siga habiendo voluntad política para mantener viva esa forma de hacer teatro, donde la comunidad sea lo más importante.”
Francisco Ferrer. ¡Viva la Escuela Moderna! no es solo un homenaje al pedagogo catalán, es también un reflejo de aquella Abadía soñada por un equipo liderado por José Luis Gómez hace 30 años: un teatro que enseña a pensar, que defiende la palabra y el cuerpo en presente.