Ernesto, ¿cómo surge la idea de escribir La gramática? ¿Qué te motivó a abordar este tema?
Esta obra sigue la línea temática de La autora de las Meninas, donde abordé la vulgarización o “democratización” del arte. Ahora me centro en esa misma «nivelación a la baja», pero aplicada a la expresión lingüística. Por otra parte, siempre me ha fascinado el lenguaje como herramienta de caracterización, no sólo en el teatro, sino en la escena social. ¿Somos lo que hablamos? Esa es la pregunta que lanzo en esta obra y que nos interpela a todos.
La obra aborda temas como el perfeccionismo, la rigidez, la educación y la diferencia entre clases sociales. ¿Qué papel juega el poder del lenguaje en todo esto? ¿Por qué decides centrar la trama en la gramática y la comunicación?
El poder del lenguaje en La gramática es tanto un reflejo de la identidad como una herramienta de control. En esta obra la obsesión por la perfecta observancia de las reglas gramaticales se convierte en una especie de «patología» que transforma a la protagonista en una perfeccionista obsesiva, atrapada en la norma y en la corrección lingüística. Esta obsesión representa el rigor que ciertas estructuras sociales imponen y que muchas veces despojan al individuo de su espontaneidad y de su esencia. El lenguaje, en este caso, se convierte en una prisión para el personaje, que está condenada a percibir y corregir cada incorrección. Ahora bien, siguiendo el planteamiento del filósofo Wittgenstein que afirmaba que los límites del lenguaje son los límites de nuestro mundo, la obra también pone en cuestión el empobrecimiento del lenguaje como un obstáculo para el pensamiento y como un freno que imposibilita cualquier cuestionamiento del orden social.
En la obra, los personajes parecen estar atrapados, como dice el personaje interpretado por María Adánez, “entre el rigor sintáctico y la relajada espontaneidad del mal hablante”. ¿De qué manera crees que esto resuena con el contexto social y político actual?
Esa frase refleja un dilema universal: la tensión entre el control y la libertad. Hoy vivimos una polarización evidente. Por un lado, hay quienes exigen un rigor extremo, ya sea en el uso del lenguaje o en las normas sociales; por otro, está el relajamiento que roza el desdén hacia la precisión. El personaje se debate entre estas dos fuerzas, como tantos de nosotros. Pero lo que más echamos de menos, más allá del rigor o la permisividad, es un lenguaje que diga las cosas con claridad y precisión. Esa sencillez parece haberse perdido en medio de discursos artificiosos o excesivamente básicos.
En definitiva, ella lo que quiere es recuperar su vida, más allá de la erudición y el conocimiento sobrevenidos, que podrían entenderse casi como un “don” y que, sin embargo, a ella le suponen un martirio. ¿A qué reflexión nos lleva esto?
Esto nos lleva a reflexionar sobre cómo ciertos valores, cuando no los integramos de manera natural, pueden volverse opresivos. En el fondo, su lucha es por recuperar la autenticidad y la libertad de ser quien ella quiere ser. Siempre digo que esta obra es como un “Pigmalión¨ a la inversa: aquí, el terapeuta somete a su paciente a un proceso para despojarla de esa perfección forzada y devolverla a su identidad primigenia, sin descortezar.
También hay una reflexión sobre la rigidez de las reglas gramaticales frente a las emociones humanas, que lanza el personaje de Troncoso, quien dice: “Resulta imposible expresarse con soltura si uno en todo momento no deja de analizar sus propias construcciones gramaticales”. ¿La corrección y el rigor son corsés que deben romperse o, por el contrario, que aprender a llevar?
El rigor y la corrección, como otras normas sociales, son herramientas útiles, pero cuando se vuelven rígidos, se transforman en corsés que sofocan la espontaneidad. La clave está en el equilibrio: respetar las normas cuando enriquecen nuestra expresión, pero saber romperlas para permitir que las emociones fluyan. El terapeuta intenta recordarle a la protagonista que el lenguaje ya lleva una estructura implícita y que no necesitamos ser tan conscientes de ella para comunicarnos. La norma debe ser una guía, no una cárcel.
La obra está interpretada por María Adánez y José Troncoso. ¿Qué cualidades buscaste en los actores para interpretar estos personajes?
Buscaba a intérpretes que pudieran manejar el equilibrio entre vulnerabilidad y fuerza, entre humor y drama. María tiene la capacidad de habitar un personaje obsesivo y «difícil» con una humanidad que lo hace cercano. Por su parte, José aporta una ironía y serenidad que son clave para el terapeuta, que actúa como un espejo de cordura y un guía hacia la reconciliación personal de la protagonista.
¿Dónde radica, actoralmente, la dificultad para encarnarlos?
La dificultad reside en armonizar el tono cómico y el tono dramático sin perder la conexión humana de los personajes. La protagonista debe mostrar un sufrimiento auténtico, pero también necesita cierta comicidad para que el público se identifique con su lucha interna sin que le resulte abrumadora. En el caso del terapeuta, la dificultad está en no caer en la condescendencia y en lograr empatizar con ella mientras la confronta. La obra exige una sutileza que no permita que los personajes sean juzgados ni menospreciados. Además, ambos actores manejan con gran destreza el juego de la cita textual, donde las palabras se convierten en material escénico plástico y sensorial.
¿Cuál es la relación entre los personajes que interpretan María Adánez y José Troncoso?
Es ambigua. Por un lado, el terapeuta guía a la protagonista hacia su equilibrio; por otro, representa el “orden social” que ella rechaza. Esa dualidad crea una dinámica que oscila entre complicidad y confrontación, entre ayuda y resistencia.
Decidiste que ella se autodenomine como un “sujeto femenino”, ¿por qué no se denomina sencillamente mujer?
Al llamarse “sujeto femenino”, la protagonista subraya su alienación. Ya no es “ella” en su totalidad, sino un objeto de estudio, un caso a analizar. Este término refuerza su distancia de su identidad personal y pone en evidencia su despersonalización.
¿Cuáles dirías que son, como le sucede a la protagonista de la función, “tus intolerancias” con respecto a la forma en la que nos expresamos actualmente?
Me preocupan la falta de matices, los eufemismos vacíos, los clichés y el abuso de anglicismos innecesarios. También me irrita cierta “neolengua” políticamente correcta que, entre la cursilería y el dogmatismo, empobrece nuestra capacidad de expresarnos con autenticidad.
¿A qué desafíos te has tenido que enfrentar como autor para lograr plasmar la visión que tenías para esta obra?
Hemos buscado evitar la representación o ilustración de ideas preconcebidas para entregarnos plenamente al aquí y ahora de cada situación. Así, cada función genera atmósferas inesperadas; no partimos tanto de la comprensión previa para actuar, sino que, al contrario, es el cuerpo en acción el que nos ha revelado enfoques inesperados de la obra. Por otra parte, lograr un equilibrio entre el humor y el drama ha sido un trabajo exigente, especialmente en los diálogos, donde debía reflejarse la complejidad del conflicto interno de los personajes sin perder el ritmo.
¿Cómo has trabajado el ritmo y el tiempo en la obra, especialmente considerando que la trama se desarrolla en tiempo real?
Tiempo real, espacio real y un público presente que asiste a un experimento auténtico: este es el enfoque que ha guiado nuestro trabajo. El ritmo se ha construido mediante un juego de contrastes entre situaciones cómicas, momentos de carga emocional y otros que rozan la expresión poética, incluyendo el silencio lleno de significado. Este silencio, evocando nuevamente al filósofo vienés, quizá nos permita acceder a una realidad que el lenguaje no puede alcanzar. El teatro, en su esencia, sabe algo de esto.
A nivel visual y escenográfico, ¿cómo has concebido el espacio y la estética de la obra?
El espacio escénico diseñado por Víctor Longás está concebido como una estructura que mezcla lo futurista y lo retro para evocar un ambiente de experimentación y análisis. En la plataforma y el techo transparentes que dominan el escenario se distinguen diversas baterías de bombillas clásicas; un recurso que nos remite tanto a un quimérico laboratorio de experimentación neurolingüística. A ello se añaden proyecciones puntuales que enriquecen el espacio visual, permitiendo que se altere y amplíe la percepción del escenario y del estado mental de los personajes.
La obra se podrá ver en Madrid en un espacio como Nave 10 de Matadero, un lugar que hace hincapié en la dramaturgia contemporánea. ¿Cuál crees que es el estado en el que se encuentra actualmente, para ti, la dramaturgia en nuestro país?
Estamos viviendo un momento pujante en la escritura teatral, con una diversidad de voces que exploran nuevas formas, temas y lenguajes. Sin embargo, la exhibición de estas obras, salvo en espacios excepcionales como Nave 10, aún presentan importantes desafíos en un circuito restringido y, en muchos casos, reticente a aceptar planteamientos innovadores. Existe un cierto recelo a dar cabida a versiones inesperadas de la realidad que cuestionen el esquemas y narrativas hegemónicas. Pese a todo, creo que las voces de los poetas dramáticos van a terminar abriéndose paso con rotundidad. Ya lo están haciendo.