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Victoria Szpunberg estrena El imperativo categórico en el Teatro de La Abadía

  • octubre 24, 2025
Por Ka Penichet

"La precariedad, cuando cruzas la frontera de los 40, se vuelve mucho más vergonzante y difícil de gestionar."

En un momento en que vivir en ciudades como Madrid o Barcelona se ha convertido casi en un acto de resistencia, el teatro vuelve a poner palabras y cuerpo a una realidad que duele: la dificultad de sostener una vida digna. Victoria Szpunberg lo hace con lucidez, ternura y una ironía punzante en El imperativo categórico (L'imperatiu categòric), una obra que llega al Teatro de la Abadía con todas las localidades agotadas desde principios de septiembre.

La autora, que acaba de recibir el Premio Nacional de Literatura Dramática, retrata a Clara G., una profesora asociada de ética que, pasados los cincuenta, enfrenta la precariedad laboral y el abismo de no poder pagar un piso en la ciudad donde trabaja. En su historia, muchos reconocen una realidad compartida: la de quienes no encajan en los márgenes de la pobreza, pero tampoco pueden sostener el espejismo de la clase media.

El imperativo categórico (L'imperatiu categòric), reconocida también con el Premi de la Crítica de Barcelona y el Premi Teatre Barcelona, entrelaza dos de los grandes conflictos sociales de nuestro tiempo, la precariedad universitaria y el acceso a la vivienda, con una mirada profundamente humana. En escena, Ágata Roca, reciente ganadora del Premio del Premio Max a Mejor Intérprete, y Xavi Sáez dan vida a un universo cotidiano atravesado por la fragilidad, el humor y la contradicción moral.

Bajo la dramaturgia y dirección de Szpunberg, el montaje construye un espejo incómodo y necesario sobre una sociedad que expulsa a sus propios habitantes. Porque cuando los profesores, artistas o enfermeras no pueden permitirse vivir en las ciudades donde trabajan, el problema deja de ser individual para convertirse en estructural. Y ahí, en ese territorio donde la ética se cruza con la supervivencia, el teatro vuelve a recordarnos lo esencial: sin hogar, no hay ciudadanía posible.

 

Foto de portada: Silvia Poch.

Enhorabuena, Victoria: acabas de recibir el Premio Nacional de Literatura Dramática y estrenas El imperativo categórico el Teatro de la Abadía. ¿Cómo convives con estos dos hitos en paralelo?

Muy contenta, porque ni que lo hubiera planeado. Además, no es solo la cuestión del estreno: como me invitaron este año a la Feria de Guadalajara, quería tener también un texto publicado en castellano. Me di cuenta de que tenía muy poco margen y me pasaron el contacto de Punto de Vista Editores. Son fabulosos, les escribí y me dijeron: “Va, sí, lo hacemos”. Teníamos el verano por delante y entonces mi hija se puso a traducir la obra. Ella hizo una primera versión, luego yo la revisé… En realidad, la hicimos entre las dos, porque por trabajo yo no llegaba. Se la mandamos a la editorial y justo ahora sacan el libro: ha sido una coincidencia total. Además, el editor está contentísimo porque, de repente, publica el Premio Nacional. En realidad, estaba pactado desde junio. Les agradezco muchísimo la generosidad, porque lo decidimos rápido, casi como un impulso. Y, claro, lo que teníamos entre manos era el estreno en La Abadía, pero justo al dar el Premio Nacional ellos también estaban felices.

 

Has contado que el título L’imperatiu categòric -título original de la obra- lo consensuaste con tu equipo. ¿Qué resonancias te interesaba activar en el espectador al escoger un concepto kantiano tan cargado de historia y contradicciones?

Pues me hacía dudar, porque fue el primer título que le puse. Normalmente pongo un título provisional a la carpeta de cada obra que escribo, y a veces ese título se va modificando. En este caso, le puse L’imperatiu categòric porque era un concepto que me perseguía de alguna manera y pensé que servía muy bien para canalizar la formación de la protagonista.

Pero después pensé: “Ostras, quizá debería descartarlo, porque es un título muy fuerte”. Me daba miedo que sonara demasiado sesudo, que la gente pensara que iba a hacer una clase de filosofía, o que resultara grandilocuente o pretencioso… y no me gustan nada los títulos pretenciosos.

Un día, en una reunión con la productora del Lliure, que además es muy amiga mía, con la escenógrafa y con mi ayudante, comenté el título. Y ahí ya no tuve dudas: tengo un equipo muy sincero, lo cual es bueno y malo a la vez, porque a veces te bajonean. Pero sobre todo Iván Beltrán, mi ayudante, fue muy claro conmigo y sentí que el título realmente podía funcionar.

 

La protagonista, Clara G., es profesora asociada de ética. ¿Por qué era importante que su disciplina fuera precisamente la filosofía?

Últimamente, más que en mis primeras obras, me baso bastante en experiencias reales o en cuestiones que observo en la gente que me rodea. Quiero dejar claro que no hago autoficción, pero sí recojo mucho material de lo que veo y experimento, ya sea en personas muy cercanas o no tanto. Tengo varias colegas, una en especial, que son profesoras asociadas y me cuentan su situación de extrema precariedad. Alucino, porque conozco gente con una formación espectacular que, sin embargo, no tiene ningún tipo de estabilidad en la universidad y cobra poquísimo. Eso me rondaba como una inquietud: un conflicto social latente del que no se habla demasiado y que me parece grave. Por otro lado, la filosofía está muy denostada últimamente en los planes de estudio, en la educación en general. Y es una disciplina que a mí me interesa especialmente: estudié filosofía cuando era muy joven, aunque no terminé la carrera, y sigo siendo una gran lectora. Leo filosofía por placer, como hobby, porque me gusta muchísimo. Por todo eso me parecía que estaba bien que la protagonista fuera profesora de filosofía. Luego se fueron sumando el conflicto de la vivienda y otras cuestiones… y al final todo acabó encarnándose en mi protagonista, pobre.

 

El personaje atraviesa una crisis vital pasada la cincuentena, en un momento de soledad y de pérdida de referentes. ¿Qué urgencia había para ti en poner a una mujer de esta edad en el centro de la escena?

Siendo sincera, cuando empecé a escribir la obra, la protagonista era más joven. Inicialmente trabajaba con un prejuicio muy instalado: la precariedad como algo propio de la gente joven, la falta de trabajo, la inestabilidad. Pero al avanzar en el proceso, y al observarme a mí misma, aunque no sea exactamente mi situación, y a muchas mujeres de mi generación que tengo cerca, me di cuenta de que, especialmente en lo relacionado con la vivienda, la precariedad no afecta solo a los jóvenes. En los medios de comunicación, en la radio, se habla constantemente de los jóvenes, pero hay muchas personas adultas que viven situaciones precarias con mucha más vergüenza. Porque cuando eres joven, ser precario casi se asume como una condición inevitable. Que me perdonen los jóvenes, pero es verdad: hay quienes heredan, quienes tienen respaldo familiar… aunque la mayoría no gana mucho dinero. Están esos famosos emprendedores que, sinceramente, yo no conozco a ninguno. Cuando yo era joven, no tenía ni un duro. Me preocupaba porque no vengo de una familia que pudiera dejarme una herencia, pero lo vivía de otra manera. La precariedad, cuando cruzas esa frontera de los 40, se vuelve mucho más vergonzante, más difícil de gestionar. Y también está más invisibilizada, sin necesidad de llegar al extremo de retratar a una persona indigente. Ahí está ese gris donde se sitúan conflictos que cuesta nombrar, porque no forman parte de los relatos más visibilizados.

 

Xavi Sáez y Ágata Roca en una escena de El Imperativo Categórico. Foto de ©Silvia Poch

 

Sinceramente, me gusta mucho la idea de que finalmente apostaras por una mujer de 50 años, y que, además la actriz no tuviera que ser una chica joven aparentando ser una mujer de 50…

Mira, tenía ya escrita un poco más de la mitad de la obra, cuando tuvimos que hacer el casting porque era necesario cerrar el reparto. Siendo honesta, la productora del Lliure, al leer el texto, me sugirió que mirara a Ágata Roca. Yo estaba persiguiendo a una o dos actrices, pero finalmente no pudieron hacerlo. Entonces, cuando la productora me propuso a Ágata, pensé: “Bueno, si ella, que es una actriz muy reconocida aquí en Cataluña, se presta a hacer un casting, yo se lo hago y veo qué pasa”. Y realmente, al hacerle el casting, pensé: “No hay duda”. Gracias a ella, el personaje subió de edad. A veces el teatro funciona así, con decisiones más prosaicas. Esto fue así porque yo no acababa de tener claro el perfil. Aunque el tema del alquiler sí partía de una experiencia personal, yo tengo 50 años, o sea que me toca de cerca, por lo que te comentaba antes, había convertido a la protagonista en alguien más joven. Pensaba que una profesora asociada tenía que serlo. Pero luego me di cuenta de que no, hay muchísimas situaciones de precariedad que atraviesa gente de más edad. Y creo que eso, al final, le da mucha más fuerza al texto.

 

Has abordado en otras obras personajes aparentemente “no excepcionales”, pero cargados de una humanidad incómoda. ¿Dirías que ahí reside una de tus obsesiones como dramaturga?

Sí, me interesan mucho los personajes que no están en el centro del foco. Me gusta fijarme en personas, rincones, cosas, lugares o anécdotas que suelen quedar al margen. Y no lo hago con la intención de hacer un teatro explícitamente social porque yo no soy activista ni milito. Lo digo con claridad: soy hija de personas que sí intentaron cambiar el mundo y pusieron el cuerpo. Mis padres son exiliados argentinos, no desaparecidos casi de milagro. Vivimos en la clandestinidad antes de poder salir de Argentina, y ellos estaban muy involucrados en la lucha de la izquierda de finales de los años 70. Habiendo vivido eso en casa, tengo muy claro, por contraste, que yo no soy activista. No voy a fingir ser algo que no soy. Además, no soporto esa falsa moral, esa superioridad de quienes se venden como activistas sin serlo. Lo que sí creo es que mi inquietud social y mi mirada crítica se filtran en las obras. No lo hago de forma deliberada, pero al final uno escribe con todo lo que es. Eso forma parte de mi sensibilidad, de mi historia, y por tanto de mi escritura. No es que me proponga hacer una denuncia, simplemente soy una trabajadora, pertenezco a una clase social concreta y tengo mucha conciencia de ello. Y eso se transmite.

 

La obra conecta dos problemas candentes: la precariedad universitaria y la dificultad de acceso a la vivienda. ¿Cómo se entrelazaron estos dos hilos en tu escritura?

El tema de la vivienda sí que surgió de una experiencia personal. Supongo que en Madrid es igual que en Barcelona: encontrar una vivienda accesible es casi grotesco. Es imposible. Con un sueldo normal, y no hablo de personas indigentes, sino de profesores universitarios, educadores, enfermeras, es muy difícil vivir solo en esta ciudad. Yo estaba separada, con una hija, y no encontraba nada. No había manera. Me angustié mucho, y cuando estoy en ese estado, suelo canalizarlo escribiendo o grabando. A veces salen obras, otras veces se queda en mí. En este caso, la obra iba a tratar solo sobre la vivienda, porque ya ahí hay un filón. Pero luego sumé lo de la profesora asociada.

 

En tu proceso creativo, llegaste incluso a grabar visitas a pisos como material de trabajo. ¿Qué encontraste en esas experiencias que nutriera la dramaturgia?

Son personajes impresionantes. En general, te tratan como si ya supieran que ese lugar no es para ti. Visité muchísimos pisos, y al final me lo tomaba casi como un ejercicio lúdico, para sobrevivir a la experiencia, que es bastante humillante. Primero ves las fotos, luego la realidad, que suele ser mucho peor, y cuando dices que eres dramaturga, ya ni te toman en serio. Empecé a decir que era guionista, para que sonara con más entidad. Porque tú dices “dramaturga” y te preguntan: ¿eso qué es? Y depende del piso, si se sale un poco de tu presupuesto, la persona que te lo enseña te humilla con comentarios sutiles, haciéndote ver que no vas a poder acceder. Como tengo amigos y amigas en la misma situación, compartíamos experiencias para canalizar todo eso. Esa búsqueda fue entre 2020 y 2022. Estuve más de dos años buscando piso. Y claro, yo no soy la protagonista de la obra, pero vivo con una hija adolescente, así que no podía irme a un loft. Compartir con mi hija no era una opción, aunque entiendo que hay quien lo hace. Es un tema muy peliagudo. La ciudad está expulsando a sus habitantes. Pasa en Barcelona, pasa en Madrid, pasa en muchas otras ciudades…

 

La actriz Ágata Roca. Foto ©Silvia Poch

 

La historia de esta mujer me ha traído a la memoria el caso del profesor de matemáticas inquilino de la Casa Orsola que fue muy mediático a principios de este año…

Correcto, es fácil tenerlo en mente porque en ese caso se visibilizó mucho su historia. Es bastante similar al de la protagonista de mi texto: una mujer que no es ni revolucionaria, ni antisistema, ni alguien extraordinario. Ella cree que pertenece a la clase media, como tanta gente, y, de hecho, conserva hábitos propios de la clase media. En su momento estuvo en ese lugar: cuando estaba en pareja vivía en un entorno de burguesía pseudo-intelectual, con profesores universitarios, un ambiente muy distinto. Pero claro, si pagas un piso con dos sueldos y luego te separas, la vida te cambia radicalmente.

 

En tu experiencia personal y en la investigación para la obra, ¿Qué papel crees que deberían de jugar las instituciones públicas y el propio mundo cultural en la denuncia o transformación de esta realidad?

No soy política, pero creo que el gran melón de nuestra sociedad es precisamente este: la imposibilidad de acceder a una vivienda digna, que en España es un problema muy grave. Ha habido muchísima especulación… es todo un tema. Pienso que deberían existir muchas más viviendas de protección oficial o algún tipo de regulación real sobre los alquileres. He leído bastante y hay teorías diversas: algunos dicen que lo importante es construir más, otros que hay que limitar los precios. El problema es que, cuando se puso un tope a los alquileres, muchos propietarios, por decirlo suavemente, se vieron “invitados” a convertir sus pisos en alquiler temporal, donde no existe ese límite. Es el pez que se muerde la cola. Es una situación desesperante, que ya no afecta solo a los jóvenes: conozco incluso parejas que no pueden separarse porque no pueden permitirse dos viviendas. En cuanto a la cultura, creo que dedicarse al arte es muy difícil si no tienes resuelto el tema de la vivienda. Al final, quien puede permitírselo suele venir de familias con recursos, y eso también determina una mirada sobre el mundo. Es una mirada distinta y, claro, conlleva unos límites culturales muy endogámicos.

 

Antes hablabas de la precariedad asociada al mundo académico, que la habías visto incluso en algunos amigos tuyos, ¿Qué fue lo que más te sorprendió al investigar sobre esa realidad, el mundo académico? 

No es solo la precariedad, sino la precariedad unida a una burocratización extrema. Yo también soy profesora, en el Institut del Teatre, que depende de la Diputación, y aunque no es la misma situación que la universidad, conozco de cerca ese exceso de administración. Además, lo que más me sorprendió es la “carrera por publicar”: parece más importante sacar artículos en revistas que den puntuación alta que dedicarse a investigar de verdad. A veces publicar es consecuencia de investigar, pero muchas veces se convierte en una obligación para seguir perteneciendo al sistema. También me impactó la enorme desigualdad entre los sueldos de los catedráticos y los de los profesores asociados. Entre estos últimos hay personas con gran nivel intelectual y una gran capacidad para transmitir conocimiento, pero que no han tenido la suerte de estar en el lugar y el momento adecuados. Yo siempre pensé en la universidad como una burbuja donde refugiarse del ruido, pero al final también forma parte del mismo sistema y puede llegar a ser un lugar hostil, marcado por la burocratización.

 

Clara G. se mueve en esa “zona gris” de la moralidad, ni dentro ni fuera del sistema. ¿Crees que ese es el lugar donde hoy habitan muchas personas en nuestra sociedad?

Totalmente. Aunque intenten convertirnos en ciudadanos falsamente polarizados y exista esa presión por posicionarse, por aparentar que formas parte de uno de los extremos del país, en realidad la mayoría de la gente habita espacios mucho más contradictorios. Eso lo tengo clarísimo. Llámalo contradicción, zona gris, como quieras, pero sí. Además, hoy en día podemos, perdona la expresión, disfrazarnos o adornarnos con complementos que imitan los de la clase alta, aunque los compremos por dos duros. Te compras ropa en Shein y puedes aparentar pertenecer a cierta clase, pero por dentro hay una fragilidad muy latente.

 

En el texto resuenan referencias a Kafka y Walter Benjamin. ¿Qué peso tienen esas voces en tu mirada artística?

Me emociona que me lo preguntes, porque sería muy pedante decir que son mis interlocutores, pero lo cierto es que sí, hablo con mi gente. No es que hable con los muertos, pero los he leído, y siempre desde un lugar de búsqueda de compañía. Me gusta lo que plantean. A veces, uno se siente solo, y aunque puedes hablar con amigos, también buscas en otras voces.

 

Escena de El Imperativo Categórico. Foto ©Silvia Poc

 

Has dicho que el imperativo categórico ha servido tanto para cimentar los derechos humanos como para justificar atrocidades. ¿Esta ambivalencia ética es lo que te interesa explorar en el escenario?

Sí. El imperativo categórico es un concepto kantiano universal, pero en realidad funciona como un paraguas muy general, muy apriorístico, poco somático. No está vinculado directamente a la experiencia corporal, es más bien una fórmula abstracta. Por eso se ha utilizado tanto para denunciar como para justificar atrocidades. Desde que estudié filosofía, y también leyendo a Nietzsche, que cuestiona ese concepto ‘kantiano’, empecé a interesarme por esa ambivalencia. Hay otros autores que me llegan más que Kant, aunque Kant tiene cosas maravillosas, pero en esta parte de la ética me pareció interesante cómo usamos eufemismos para justificar situaciones muy atroces. Y hoy tenemos muchos ejemplos.

 

Has confiado en los papeles de Ágata Roca y de Xavi Sáez ¿que aportan sus presencias escénicas al universo de la obra?

Son dos cracks, los amo. Ha sido una maravilla trabajar con este equipo. Hemos estado muy a gusto. Son actores que conectan profundamente con la emoción, pero también con el juego. Han entendido el sentido del humor, la ironía, que a veces parece ir en contra de los temas serios. Para mí es todo lo contrario: la ironía es fundamental para expresarme, porque ofrece una distancia que me resulta muy afín. Ellos lo han captado desde el principio y han sido grandes cómplices. La obra ya la hemos presentado aquí -en Cataluña- durante dos temporadas, se agotaron las entradas con mucha antelación, y ellos han sido nominados y han ganado premios. Creo que son fundamentales, igual que el espacio escénico, que también ha sido premiado, la iluminación, el sonido, el vestuario… Ha sido un equipo muy guay, la verdad.

 

Como dices, el montaje también cuenta con un equipo muy potente en escenografía, sonido e iluminación. ¿Cómo dialogan estos lenguajes con la ética y la fragilidad del relato?

La escenografía de Judit Colomer no es exactamente la que irá a La Abadía, porque no cabe en ese espacio. Vamos con la versión de gira, que ya ha recorrido Cataluña, pero la idea se mantiene. Judit ha creado unas paredes móviles que evocan un laberinto ‘kafkiano’. Al mismo tiempo pueden parecer una pesadilla, pero el movimiento de esas paredes tiene algo muy bello y delicado. La verdad es que nos hemos entendido muy bien.

 

Muchas de tus obras han puesto en escena personajes que lidian con lo cotidiano desde un lugar vulnerable. ¿Crees que el teatro tiene una función de visibilización de estas vidas invisibles?

El teatro tiene la función de disparar la imaginación y conectar al espectador con ella. Solo con eso ya se logra muchísimo. No me gusta exigirle demasiado al teatro, porque es un arte minoritario, precarizado, y el simple hecho de hacerlo ya es un gesto importante, independientemente de los personajes que se representen. Personalmente, me interesan las miradas no unidireccionales. Me atrae la delicadeza, los recovecos, las capas. Me interesan las personas que están detrás de lo evidente, detrás de lo primero que se ve. Me interesa la luz de la luciérnaga; intento afinar mi mirada en esa dirección. No me gusta imponer que el teatro “tenga que” hacer algo. Tengo colegas que se enfocan en otras cosas y sus obras también me gustan. Pero no me interesa el gesto radical, porque me parece una gestualidad evidente. Prefiero lo sutil, lo delicado, lo irónico. Me fijo mucho en lo que observo en la ciudad, en el transporte público. Hago trayectos largos en metro, soy bastante observadora, y me gusta llevar al escenario a esa gente que conozco y que observo.

 

Haciendo un poco balance de tu trayectoria, desde Entre aquí y allá hasta hoy ¿cómo sientes que ha evolucionado tu escritura y qué lugar ocupa El imperativo categórico dentro de tu mapa creativo?

Es una pregunta difícil, porque me dedico a esto desde hace tantísimos años que se ha convertido en mi forma de vivir. Mi escritura evoluciona a medida que evoluciono y cambian mis intereses. Me interesa mucho la técnica dramatúrgica, soy bastante obsesiva con eso. Leo mucho teatro, mucha literatura, y me gusta experimentar. Vengo de hacer obras más minoritarias, porque me ha atraído jugar con la forma. Ahora estoy en un momento en el que llevo tres o cuatro obras con más visibilidad, y eso es fruto de mucho trabajo. No creo que dependa de un momento puntual. Lo veo como una carrera larga. A veces tu sintonía coincide con la del público, y eso se agradece mucho. Intento no perder lo que late dentro de mí. No irme demasiado hacia afuera, ni demasiado hacia adentro. Esa introspección es parte del oficio del dramaturgo: vas respirando la realidad y eso, en mi caso, se transforma en teatro, que es mi forma de expresión. Soy hija de un gran poeta, y tengo muy clara la diferencia entre su escritura y la mía. La suya es más poética; la mía tiene que ver con la oralidad. Me fascina la fuerza del diálogo, de la palabra dicha. La dramaturgia está en ese lugar fronterizo entre la escritura literaria y la oralidad, y ese espacio me entretiene mucho. Escribo teatro como forma de vida, es una manera muy grata de pasar el tiempo. Me lo paso bien. Algunas obras las dirijo yo, otras las dirige otra persona. Me siento bastante reconocida en este trabajo, reconocida por mí misma. Es un trabajo que me gusta hacer, y me siento afortunada.

 

A lo largo de todos estos años, ¿qué relación has mantenido con este síndrome de la impostora que tenemos tanto las mujeres?

Muy buena pregunta. Siempre he intentado estar conectada con lo que hago, y he creído mucho en ello. Si no, habría tirado la toalla hace tiempo. Esto se lo digo mucho a mis alumnas porque a veces los veo derrotados antes de empezar. Es verdad que cuesta que te llamen, que te reconozcan, pero yo siempre he tenido mucha fe. No sé de dónde me viene, pero la tengo. Obviamente no soy una psicópata: muchas veces he estado a punto de rendirme, me he sentido frágil o angustiada. No vengo de una familia pudiente, empecé a trabajar muy joven, y ha sido difícil mantener mi actividad dramatúrgica mientras trabajaba en otras cosas. Durante mucho tiempo no gané dinero con mis obras, como le pasa a casi todo el mundo en España, pero mi generación ha sido tratada muchas veces con paternalismo, como eternas alumnas, como pobrecitas. Hemos tenido que picar mucha piedra. Ahora trabajo con mujeres más jóvenes que admiro mucho. Las veo más empoderadas, aunque también forman parte de un sistema que, cuidado, puede instrumentalizarlas. A veces los teatros las contratan para colgarse la medalla. La cuestión de la paridad no nos pilló de jóvenes. Para llamar la atención, para que te hicieran caso, para que te concedieran una entrevista, había que picar muchísima piedra. Somos personas muy resistentes las que hemos conseguido sobrevivir en este sistema patriarcal. No hace falta que lo diga yo: lo reconocen incluso los propios hombres. El oficio de director sigue siendo mayoritariamente masculino, aunque creo que eso está empezando a cambiar.

 

Toda la cartelera de obras de teatro de Madrid aquí

Ágatha Roca, El imperativo categórico, L’imperatiu categòric, Premio Nacional de Literatura Dramática, Teatro de La Abadía, Victoria Szpunberg, Xavi Sáez
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