«Hay que invitar a que la gente exprese lo que las cosas le producen y hacernos responsables de nuestras propias percepciones»
Sergio Martínez Vila es un tipo aparentemente tranquilo, pero a través de su mirada y la forma de contar, se le adivinan corrientes subterráneas que nada tienen que ver con el exterior. Adentrarse en esas aguas es exponerse a un imaginario incómodo, lacerante. Le gusta moverse entre la mística y el feminismo, pero desde ángulos nada complacientes, desde los que explorar la condición humana y lanzar una invitación al público a cuestionarse.
Así es como han nacido la mayoría de sus textos, de entre ellos, Mapa de heridas que ahora estrena en la Sala Cuarta Pared -del 18 al 28 de febrero- con el que, además, pone en marcha una nueva compañía: La madre del cordero.
¿Qué nos sucede cuando estamos atravesados por la violencia?
Foto portada Antonio Colomo
Primero con Colectivo Fango, ahora con La madre del cordero… Sergio, parece que le has tomado el gusto a los procesos de trabajo en equipo, ¿cómo nace esta nueva compañía?
El proceso de trabajo para mí es el núcleo de todo, me interesa mucho el proceso puro y duro, la investigación; es un momento que a veces es más memorable que la propia exhibición. Por otro lado, estaba deseando desde hace un tiempo asumir en mayor medida la dirección de la puesta en escena de gran parte de mis textos.
La madre del cordero destila un poco lo que son las claves de mi trabajo: la mística y el feminismo. El arquetipo con el que casi siempre trabajo está vinculado con el Libro del Apocalipsis, con esa mujer que está pariendo en el cielo y ese dragón que está esperando para comérselo, es la imagen que aparece, de alguna forma, en todas mis obras; el nombre de la compañía quería que tuviese referencia a esto que es tan importante en mi creación.
¿Quiénes conformáis La madre del cordero?
Fundamentalmente somos Pablo Villa, que hace las labores de producción, y yo. La madre del cordero estará abierta y recibiendo influencias de gente muy diversa, no quiero que sea una cosa petrificada. En torno a ese centro, espero que venga y deje su huella mucha gente.
Ahora, en Mapa de heridas, tenemos a dos actores cómplices con los que sé que seguiré trabajando que son Cristina de Anta y Óscar Oliver. Parte del equipo creativo viene de Fango, ¡me los he llevado! (risas). A Juanmi -Juan Miguel Alcarria- le quiero mucho y ha hecho maravillas en los espectáculos de Fango y quería trabajar con él. Y como estoy muy vinculado personal y profesionalmente con la danza, he querido trabajar con Natalia Fernandes, otra complicidad que espero se prolongue en el tiempo.
Es interesante que el concepto de compañía no esté vinculado a la inmovilidad de su equipo, potencia el que se alimente de la creatividad desde otros muchos lugares.
Va mucho con lo que implica la palabra investigación. Estar un poco en contacto con lo que no sabes y eso te lo aporta otra gente, de la plástica, de la música, de la danza, que complemente las carencias que tengo respecto a eso y que intento superar en cada proyecto. Intento hacer cosas que no sé hacer o que me interrogan, que me cuestionan, si no, me aburriría mucho. Me interesa este movimiento latente del aprendizaje, del asombro, del descubrimiento.
¿Por qué has elegido Mapa de heridas como puesta de largo de la compañía?
Desde que terminé la escritura del texto y se publicó, yo ya sabía que era el texto que me interpelaba con más urgencia a la hora de asumir la dirección. Era el primer texto que escribía que daba muchísimo margen a la interpretación, no solo de lo que está pasando, sino de cómo podría escenificarse eso. Es el texto que más preguntas lanzaba. Sabía que para cada persona que lo leía había una historia radicalmente diferente. Me apetecía mucho hacerlo porque las cuestiones de género siempre han sido muy importantes en mi trabajo y esta obra, en ese sentido, es la apuesta más rotunda que hago sobre una disolución de los arquetipos tradicionales de lo masculino y los femeninos. Por eso me parecía importante que Mapa de heridas ocupara este lugar dentro de la apertura de la compañía.
¿Cuáles son las grandes preguntas que plantea este texto?
Comienza como una historia de venganza personal, aunque no sea muy meditada, ni muy pensada en cuanto al fin, y se acaba llegando a una identificación insospechada: ¿Qué pasaría si la persona que agredió a mi madre, que podría ser mi padre, no puedo odiarla porque me cae bien, me gusta pasar tiempo con él, incluso podría ser una figura paterna mucho más válida y más enriquecedora de lo que ha sido la figura paterna que he tenido? ¿Dónde me deja todo esto? ¿Dónde me arroja? Eso es algo para lo que no tenemos respuesta. Es grumoso, incómodo, es muy desafiante.
Las situaciones que planteas en Mapas de heridas colocan al espectador en alerta, con la sensación de que la violencia latente se puede desencadenar en cualquier momento.
Totalmente. Todas las preguntas que te generan la identidad de las voces es deliberadamente ambiguo. Me interesaba que fuera así para ocupar mucho la mente y la imaginación del actor y del espectador. Les deseo que completen un poco la dramaturgia, la narración, lo que está sucediendo. No hay nada que me guste más que me hagan trabajar, que me ocupen, que no me lo den todo. La otra cosa que genera el texto es cómo cada uno se hace cargo de toda esta violencia que no es realmente explícita, sino que hace referencia a lo que eso supone. La violencia no nos es ajena, ¿qué nos sucede cuando estamos atravesados por ella? Eso genera una tensión constante.
¿De qué lugar nace algo como Mapa de heridas? ¿A ti, como creador, qué te genera?
A mí me violentaba mucho el lugar hacia el que se dirigía la obra. Era algo que quería ver y no ver al mismo tiempo, sentía que había algo interesante porque, si eso me lo producía a mí mismo, sabía que al público iba experimentar algo similar. Me parecía, desde mi educación y mis condicionamientos personales, inmoral lo que se estaba construyendo en la pieza y eso me encanta. Pero, ¿cómo manejamos o cómo ofrecemos un relato inmoral? Se ha vuelto todo muy extraño y áspero para ofrecer un ejercicio de inmoralidad como el que, en cierto sentido, propone Mapa de heridas. Me parece que la inmoralidad de la historia es sana, tiene que ver con un ejercicio un esfuerzo muy fuerte, muy desafiante, de escucha y de comprensión. Nada me parece tan estimulante como un lugar de inmoralidad e imposibilidad, o sea, la posibilidad de hacer las paces con quien te ha hecho daño y ha hecho daño a los que más quieres, es el lugar de “imposibilidad” que más me interesa.
Con Mapa de heridas juegas mucho a situar al espectador en lugares completamente incómodos a través de los cuestionamientos que se hace Ana, la protagonista. Ella decide enfrentarse a los agresores de su madre, de los que alguno es su padre, pero no sabemos con qué intención.
Claro, tiene que ver mucho con legitimar su deseo, entender cuál es su deseo, cuáles son sus anhelos, ponerlos en perspectiva, qué es suyo y qué es heredado. Es una búsqueda difusa como la de todos nosotros. Descubrir qué es nuestro y qué no lo es. Estos hombres le ayudan a comprender cosas de sí misma, de su propio deseo, y hay una cosa clara y rotunda: ¿qué pasaría si uno de ellos le cayese bien? Si no pudiera ver lo que ella quiere ver, que es al malo, al enemigo. ¿Cómo gestionar que aparezca el afecto o el amor? ¿Cómo poder sostener eso cuando la moral y los códigos de una sociedad, de una época, te dicen que eso no podría ser? No hay nada malo en amar y perdonar al otro, nos lo dicen todas las doctrinas místicas y espirituales, pero en la práctica es una cosa muy diferente.
¿Por qué la violencia nos impacta tanto cuando la vemos en escena, si realmente convivimos con ella en nuestro día a día?
Tenemos muchas formas de neutralizar la violencia. Nuestros cuerpos y mentes están programados para lidiar con el trauma, borrarlo, hacerlo a un lado. A mí me interesa precisamente porque muchas veces eso contribuye a legitimarla. Me interesa mucho sacarla del mundo del inconsciente y en eso, la escena, es el lugar privilegiado porque desde el audiovisual hemos aprendido a banalizar, a perdonar, incluso a consentir el acto violento. Desde la escena es un poco más difícil, es lo mágico que tiene el teatro.
Son cinco personajes masculinos y uno femenino para un actor y una actriz, ¿por qué esta elección? ¿cómo ha sido el trabajo con ellos?
No hubiese sido lo mismo que hubiera cinco intérpretes a que hubiese sólo uno asumiendo los cinco personajes, me parecía infinitamente más interesante este último supuesto. Evidentemente los cinco personajes masculinos no son idénticos, son cinco masculinidades muy diferentes, casi antagónicas, están oscilando entre los polos de víctima y verdugo. Si bien tenía muy clara la actriz para Ana, no tuve tan claro desde un principio al actor que asumiera desde esa versatilidad y esa ausencia de prejuicios a esos cinco, hasta que conocí a Óscar Oliver que por suerte ya tenía una relación de complicidad muy fuerte con Cristina de Anta que interpreta a Ana. Eso es muy importante para la escucha, la comodidad y la complicidad que tiene que haber entre ellos dos para transitar algunas de las cosas que están propuestas desde el texto, que en ellos existiese esta relación dentro de la cual sabía que iban a cuidarse durante el proceso y en escena. Entendían muy bien los temas de la obra y lo que quería contar con ella. Si escribí a Ana pensando en Cristina fue porque la conozco desde hace tiempo y, en cierto sentido, ella me dio mucho material para imaginar a este personaje. Hay mucho en el personaje femenino que está vinculado a la propia energía que a mí siempre me ha despertado esa actriz maravillosa, muy poco vista todavía y reconocida que es Cristina de Anta y que está inmensa en este viaje.
De un tiempo a esta parte sois muchos los dramaturgos que, además de escribir, también dirigís vuestros propios textos, ¿a qué crees que es esto debido?
Personalmente no me he sentido movilizado por un contexto que se esté gestando, sino que es totalmente vocacional, la escritura y la dirección van muy de la mano. Durante algunos años decidí dar un paso atrás para aprender de otros, no me sentía completamente seguro, a parte que mi formación curricular es audiovisual, pero durante cuatro o cinco años vi mucho, todo lo que pude, aprendí también de ver mis textos siendo trabajados desde otras miradas y otras sensibilidades y luego llegó un punto en el que el cuerpo me pedía asumir la dirección.
Entiendo que eso pase con otros muchos compañeros, sobre todo, cuando una dramaturgia tiene un alma, por así decirlo, una vibración específica, que puede variar en cuanto a lo que uno espera de su trabajo. Puede ser muy frustrante que un texto tuyo, a lo mejor, se convierta en algo de signo completamente opuesto en una puesta en escena, son gajes del oficio.
Vivimos un momento, en cuanto a lo creativo, donde los creadores miden mucho los pasos que dan y hacia dónde las dirigen, ¿hay miedo a ser demasiado contundente o exponer situaciones con crudeza?
Te mentiría si te dijera que soy ajeno a eso, ya me ha pasado con proyectos y con montajes previos. Soy bastante contundente y mi poética no es nada sutil, no trabajo con la sutileza, no creo que tenga un estilo particularmente rudo, pero mis textos no son para nada políticamente correctos y eso ha generado muchas veces situaciones muy fuertes con el público o con la crítica.
Es un contexto raro porque sí que parece que estamos viviendo un cambio de paradigma en el que nos estamos haciendo menos cargo de lo que nos producen las cosas. Queremos complacer y yo me resisto bastante a eso. Debemos guardarnos de esa autocensura que puede suceder a nuestro pesar. Hay que invitar, en ese sentido, a que la gente exprese lo que las cosas le producen y hacernos responsables de nuestras propias percepciones; es un síntoma de madurez que se ha perdido y ha generado mucha crispación. Parece que genera mucha inquietud y ansiedad el poner palabras ahí fuera por miedo a ofender o molestar, a generar algo que luego es realmente efímero. Es muy extraño lo que está pasando ahora, pero tiene que ver con un cambio hacia algo. El panorama resulta bastante más conservador y restrictivo con respecto a hace 20 o 30 años y eso sí que es desalentador. Pero creo que es solo una transición.