"Aunque esta obra fue escrita en 2009, los temas que aborda no sólo siguen vigentes, sino que se han agravado."
El dragón de oro, del dramaturgo alemán Roland Schimmelpfennig, llega al Teatro de la Abadía del 11 al 28 de septiembre bajo la dirección de Ánxeles Cuña Bóveda y con un reparto integrado por Fina Calleja, Fernando Dacosta, Sabela Gago, Fernando González y Fran Lareu. La obra pone sobre la mesa cuestiones incómodas y urgentes: la inmigración, la explotación laboral y esa fragilidad de la identidad que atraviesa nuestras sociedades globalizadas.
Hablar con Ánxeles Cuña Bóveda es descubrir a alguien que te gustaría tener como amiga desde el primer momento: cercana, lúcida y profundamente humana en un mundo en el que escasean personas así. Ella entiende el teatro no solo como arte, sino como una herramienta de pensamiento crítico y de creación de comunidad, y eso se percibe en cada una de sus palabras.
Leyendo el dossier de El dragón de oro no pude evitar recordar mis años de estudiante en Madrid, cuando me asomaba de madrugada a la ventana y veía a mis vecinos chinos planchando incansablemente. Aquella mirada ingenua y fantasiosa —inventando historias sobre lo que hacían— se resignificó ahora: la obra de Roland Schimmelpfennig revela precisamente ese "horror invisible" que puede estar sucediendo en la ventana de enfrente, en la cotidianidad más cercana, sin que lo queramos ver.
Ahora, con el estreno en La Abadía, el público madrileño tendrá la oportunidad de asomarse a ese espejo incómodo y necesario que propone la obra. Sobre ello, y sobre el sentido de hacer teatro hoy, conversamos con Ánxeles Cuña Bóveda.
¿Qué te llevó a escoger El dragón de oro para esta nueva creación de Sarabela? ¿Qué resonancias encontraste en el texto de Schimmelpfenning con nuestra realidad actual?
Roland Schimmelpfennig es un referente potentísimo, uno de los grandes creadores de la dramaturgia contemporánea. Inventa una nueva forma de narrar y de hacer teatralidad. Realmente es una manera distinta de sentir, de ver y de construir. Eso deja mucha libertad para la puesta en escena y, al mismo tiempo, obliga a crear nuevas reglas del juego. Cuando leímos por primera vez La noche árabe, lo hicimos con auténtica avidez, con ganas de seguir explorando su obra. Fue realmente, así como empezamos, gracias al Goethe-Institut de Madrid, que cuenta con muchísimas traducciones de sus textos. Y así llegó El dragón de oro a nuestras manos.
En cuanto a las resonancias con la actualidad, creo que todo en esta obra tiene que ver con nuestro momento presente. Aunque fue escrita en 2009, los temas que aborda no solo siguen vigentes, sino que se han agravado. Pone el dedo en la llaga en cuestiones que nos afectan y que no podemos ignorar. Schimmelpfennig aborda asuntos muy potentes, muy grandes. Lo fundamental son los contenidos, aunque luego está la forma, que es el gran desafío. Lo que más me atrajo fue ese magnetismo suyo, esa capacidad extraordinaria de aunar la mitología con los problemas sociales contemporáneos. Fue entonces cuando lo propusimos: teníamos el equipo necesario para llevarlo a cabo, porque sin un equipo sólido sería imposible.

Hablando de los temas que aborda: la inmigración ilegal, la trata de personas y la precariedad laboral. ¿Cómo dialogan estos temas con el contexto gallego y europeo de 2025?
Dialogan de manera extraordinaria con distintos públicos y audiencias. El tema de la inmigración ilegal y de la prostitución, tal como están estructurados, narrados y llevados a escena, impactan mucho y conectan porque, lo que se cuenta. es una tragedia contemporánea, pero construida con mucha poesía y con mucha fantasía. De hecho, en palabras del propio autor: “la ficción es el pegamento que lo une todo”. Esa manera de exponer los temas permite que podamos reír, llorar, conmovernos… hace que afloren muchas emociones. También deja espacio para que el dolor nos desgarre, porque forma parte de la obra, pero al mismo tiempo respira muy bien, ya que incluye momentos grotescos. Es decir, podemos sufrir y gozar al mismo tiempo, y siempre desde una mirada crítica, porque lo que hace es abrir los poros, no solo de la piel, porque es muy orgánica, sino también de la conciencia. Conecta muy bien porque es diferente, porque es trepidante y porque en esa comunicación entre intérpretes y público, que es lo más importante, se produce una verdadera simbiosis. Es apasionante cómo se cuestionan los límites sin eclipsar los sentimientos. Además, en apenas una hora y diez minutos, desfilan imágenes del mundo que tocan la fibra sensible del espectador.
En Alemania se ha señalado que en El dragón de oro Schimmelpfennig utiliza una distancia estética para abordar cuestiones sociales muy graves, lo que ha generado debate. Desde tu perspectiva como directora, ¿cómo conviven en tu propuesta lo poético, lo fantástico y lo político?
No creo que Schimmelpfennig trate temas tan importantes únicamente desde un punto de vista estético. Hay un punto de vista ético, un compromiso muy fuerte. Como ocurre con las grandes obras, todo depende de cómo las leas: permiten múltiples interpretaciones. Esta pieza, sin ir más lejos, se ha representado en más de 40 países, en formatos muy distintos, incluso en ópera. Eso demuestra que es un teatro necesario, que aborda cuestiones esenciales. La obra transita de la vida a la muerte, del amor a los sueños, a través de personajes muy comunes que generan un remolino de lecturas. Ese vínculo con lo fantástico lo que hace es que lo poético y lo onírico eleven el nivel vital y teatral. El texto es muy preciso y de una calidad artística extraordinaria. Para mí, lo primero siempre son los fondos: los grandes temas. Es verdad que, en apariencia, la acción puede parecer trivial: un edificio de varias plantas que recuerda a la Rúa del Percebe. Pero si te sumerges, la dimensión cambia por completo. Un joven inmigrante chino busca a su hermana, le duele una muela, y no tiene papeles para ir al dentista. Puede parecer una tontería, pero no lo es: le arrancan la muela y muere desangrado. Luego tiran la muela al río como si nunca hubiera existido, como si él mismo nunca hubiera existido. Eso es terrorífico y triste, pero a la vez el texto deja aflorar lo cómico y lo onírico. Por eso Schimmelpfennig es hoy el autor alemán vivo más representado en el mundo: porque es prolífico, potente, generoso y también difícil, no lo vamos a negar. Pero pensar que la estética nos aleja del fondo de los grandes temas… yo no lo concibo así.
La obra tiene un ritmo fragmentado, casi cinematográfico, con 48 escenas y saltos temporales. ¿Qué retos y posibilidades te ofreció esta estructura desde la dramaturgia y la puesta en escena?
Tienes que verla cinco, seis o siete veces para comprender bien todo el engranaje. Es una estructura muy cinematográfica, pero en el teatro no tenemos primeros ni segundos planos. Y, como dices, son 48 escenas fragmentadas, todas unidas alrededor de esa muela cariada. Es un desafío impresionante, un verdadero encaje de camariñas, como diríamos aquí: «un trabajo de palilleiras». Lo más importante en esta estructura es darle claridad y sencillez a lo complejo, porque la obra avanza y retrocede constantemente, con un ritmo trepidante. Además, los cinco actores interpretan cerca de 20 personajes y están en escena todo el tiempo. Hay 17 espacios distintos: la cocina del restaurante, el balcón del abuelo, el apartamento, la tienda del tendero… todo un edificio en movimiento. Esto exige, primero, un nivel interpretativo altísimo. Trabajamos con cinco actorazos y actrices muy versátiles, creativos y comprometidos, siempre en el filo de la navaja, sin descanso, en continua transformación. Como dice Roland, “sin cambio no hay teatro”, y aquí lo comprobamos plenamente. Los intérpretes pasan por tres niveles de transformación o más: cambios de género (hombres que hacen de mujeres y viceversa), cambios de edad (jóvenes que interpretan mayores y mayores que hacen de jóvenes), y cambios de identidad. Nosotros, como occidentales, no pretendemos imitar lo oriental, sino representarlo de una forma no convencional, no mimética. Eso nos obliga a salir de los caminos trillados, a descolocarnos, a lanzarnos al abismo. Y la obra tiene mucho de eso: de puesta en abismo. Es un reto difícil, fascinante, que te pone el mundo patas arriba y produce vértigo. Pero el mayor descubrimiento surge en los ensayos, donde la criatura cobra vida, donde la obra respira y se abren muchísimas posibilidades. Eso es lo más estimulante. Y, por supuesto, hace falta un equipo muy sólido en lo técnico: una escenografía minimalista que permita transitar de un espacio a otro con absoluta rapidez, sin perder precisión. Es como una partitura, como un reloj suizo de exactitud.

Hablando del proceso de trabajo con los cinco actores, que interpretan 17 personajes distintos y atraviesan múltiples transformaciones (de identidad, edad o género): ¿qué metodología y recursos escénicos aplicasteis para lograr esa fluidez y esa capacidad de metamorfosis constante?
Fue un trabajo de exploración muy rápido, porque las condiciones de precariedad no nos permiten ensayar todo el tiempo que sería necesario. Sin embargo, para habitar un universo tan poderoso se genera una comunicación muy intensa, y eso es posible gracias a un equipo muy sólido: el núcleo de Sarabela, junto a dos actores que, aunque no pertenecen formalmente a la compañía, forman parte de nuestra familia artística después de tanto tiempo trabajando juntos. Lo primero fue buscar claridad en la propuesta y ensayos muy estimulantes. Comenzamos trabajando las secuencias en orden, para después recolocarlas. Jugamos mucho con imágenes, con la transformación constante, y no solo desde lo visual, sino también con estímulos sonoros: la música y la luz fueron elementos esenciales. Siempre procuramos dejar abierto el sentido de las escenas, para que el espectador, emancipado o no, pueda completarlas con su mirada. Este desafío nos llevó a inventar nuestras propias reglas de juego, a construir un método propio. También hubo que reestructurar mucho el material para hacerlo accesible al público, no solo al gallego (era la primera vez que se representaba aquí una obra de Schimmelpfennig). Fue memorable, como señaló algún crítico, porque significaba dar a conocer en Galicia a un autor de talla internacional.
Pero lo más desafiante era precisamente eso: cómo llevar a escena lo que sobre el papel resulta fascinante. Por ejemplo, ese diálogo entre un joven inmigrante chino y su familia en China, dentro de una muela cariada y ensangrentada… Es muy sugerente, pero la pregunta es: ¿cómo se hace? Lo mismo ocurre cuando los trabajadores tailandeses o chinos se transforman en hormigas y cigarras. Ahí aparece la fábula, pero enseguida se subvierte: la hormiga se convierte en proxeneta, y la cigarra, que es artista y ama la música, acaba convertida en una joven explotada sexualmente. Todo eso es interesantísimo… pero la gran cuestión es cómo representarlo. Ese fue nuestro mayor reto creativo.
¿Qué te interesó más, el conflicto ético de los personajes o la forma en la que Roland los presenta a través de esa fábula y ese lenguaje, a lo mejor como más distanciado?
Me interesa el equilibrio entre ambas cosas, porque esos universos están en lucha. Para afrontarlo hay que perder el miedo, ir con el corazón abierto, jugar mucho y trabajar duro en la búsqueda de un dispositivo que lo haga accesible, aunque no en su totalidad. Es casi una actitud de exploradores. El equilibrio pasa por la armonización, por desentrañar los enigmas. Alguien decía que es como el cine de David Lynch: parece caótico, pero incita a volver una y otra vez porque, poco a poco, todo empieza a aflorar. Esta intersección, este hibridismo entre géneros, la necesidad de movimiento, de partitura… de repente se ordenan y descubres que la obra es mucho más clara y directa de lo que parecía. Se trata de jugar con los límites, y eso cambia nuestra forma de percibir. La fragmentación y la distancia que propone no son una distancia brechtiana, sino otra distinta, que ya te coloca en un modo de percepción diferente. Los límites de la realidad aparecen concentrados, condensados, y la fantasía se mezcla con ellos. Es fácil decirlo, pero la pregunta siempre vuelve a ser: ¿Cómo hacerlo? Roland mismo afirma que sus obras no son para ser leídas, sino para ponerse en escena con todos los recursos de la teatralidad. Y ahí está la clave: no es una narratividad tradicional, es otra forma, increíble, fascinante. Yo estoy enganchada con este autor y con todo el equipo. Creo que ahora la obra ya pertenece a los actores, y eso es lo más emocionante.
¿Crees que el texto propone una mirada crítica social o más bien una pregunta abierta al espectador sobre su complicidad o indiferencia ante estos temas?
Creo que propone ambas cosas. La crítica social está presente, los temas se pueden palpar, pero no es teatro documental. Para eso ya está la prensa y lo que vemos a diario, que incluso nos vuelve impermeables ante tanto dolor. Aquí se lleva a un plano artístico, pero con un compromiso absoluto, y eso depende también de cómo lo leas como espectador. Lo hace de una manera extraordinaria, muy excepcional. Son pocos los dramaturgos que revolucionan de esta manera el teatro actual, y es necesario porque lo sitúa en un plano crudo también. Eso lo hace muy potente: aunque a veces te rías, enseguida te das cuenta de que no te ríes de la mujer maltratada o abusada, sino del juego escénico. Y ahí está lo estremecedor: te impacta, te conmueve y no te deja impasible. Es un teatro de ‘antianestesia’. La obra aborda no solo la prostitución o la inmigración, sino también la deshumanización. Y abre puertas a una crítica intensa, pero paradójicamente llena de luz. Roland conoce muy bien el alma humana y el engranaje teatral, y esa combinación hace posible unir realidad y ficción de una manera muy directa. Tranquilizadora no es. Es un texto que da para hablar mucho después y ver la huellita que te deja, no pasa solo por la cabeza.
La crítica alemana, en su estreno, apuntó que El dragón de oro podía caer en una especie de “teatro moralizante de confort para las élites progresistas”. ¿Qué opinas de esa lectura?
Es todo lo contrario. No es moralizante. Moralizante es la fábula original de La cigarra y la hormiga: “hay que ser buenos, hay que ser trabajadores, no hay que ser vagos…”. Eso es la moraleja de la fábula en sus distintas versiones. Lo que hace Roland al subvertirla es mostrarte que, en realidad, una hormiguita puede representar el capitalismo más feroz: “yo te exploto, lo único que me importa es el dinero, y lo de menos es que tú estés esclavizada, que te violen, que te agredan o que te machaquen vilmente. Te daré un plato de moscas para que comas y me darás las gracias porque te doy un techo, tú que vienes de Oriente y que no me vas a denunciar, porque, si lo haces, iremos mafiosamente contra tu familia”. Esa es la lectura que él plantea, o al menos así es como yo la interpreto. No es un teatro moralizante ni dogmático en absoluto. Alguien podría hacer esa lectura, pero sinceramente no entiendo cómo lo ha visto el crítico. Y, además, no creo que se trate de un teatro para “élites progresistas”. Los espectadores que van al teatro no son élites.
¿Qué mirada propone esta versión sobre la mujer? ¿Cómo se aborda desde el texto la violencia de género, especialmente en el caso de la joven china obligada a prostituirse?
Eso fue algo que al autor le gustó mucho. Como directora, me parecía fundamental cómo abordar la violencia, porque en la obra está muy condensada. Al principio teníamos tres secuencias y finalmente las fundimos en una sola, muy estilizada. La cigarra que se convierte en prostituta está interpretada por un actor, precisamente para subrayar este cambio de percepción: la violencia de género se da en un 98% de hombres hacia mujeres, y es un tema que nos conmueve, que nos pone la piel de gallina y que resulta muy difícil de representar. Está resuelto sobre todo a través de imágenes, con signos muy claros. Todo ello, insisto, de forma muy estilizada, pero sin restarle el carácter trágico. En la obra, la hormiga transformada en tendero pone a la venta a esta mujer, y distintos vecinos van pasando y la maltratan, la violan, la someten. Es una escena breve, estilizada, pero de gran impacto. Creo que era una de las partes más difíciles de resolver, y la hemos resuelto bien, en el sentido de que significa, de que no pasa de puntillas.
Como pedagoga y exdirectora del Centro Dramático Galego, ¿crees que obras como esta deberían formar parte del circuito educativo por su potencial crítico y formativo?
Sí. De hecho, tengo elaborado un cuaderno didáctico. Me interesa mucho crear nuevos espectadores y creo que esta obra es muy apropiada para trabajar temas transversales, tanto en ciencias como en letras y artes; en definitiva, en humanidades.
Por supuesto, la veo indicada para alumnado de bachillerato, aunque pienso que puede abordarse ya desde los 14 años. Ofrece múltiples posibilidades: desde la historia contemporánea hasta el bachillerato artístico, de artes o de música. A nivel plástico es muy rica: tiene imágenes y resoluciones muy potentes, con una arquitectura escénica sencilla y minimalista. También es una excelente herramienta para trabajar en filosofía, hablar de Walter Benjamín, Hannah Arendt o María Zambrano, y en literatura, aunque no en el sentido clásico, ya que no es literatura dramática, sino dramaturgia. El teatro plantea dilemas para ser representados en escena. No es “literatura para leer”, sino para hacer. Aun así, la obra tiene estructura, sintaxis y un lenguaje propio, lo que la convierte en un material excelente para analizar también desde un punto de vista formal y literario.

¿Qué influencia tuvo en tu enfoque escénico tu experiencia en política cultural y tu compromiso con los derechos humanos?
Es más fácil dirigir un centro dramático que una compañía. Quiero decir: cuentas con mucha infraestructura, equipos humanos, ayudas… y es una estructura que debes saber manejar. Hay dos cosas fundamentales: por un lado, el nivel de creación, que exige tener un plan, un discurso y una poética para elegir los espectáculos desde un proyecto sólido; por otro, las nociones de gestión, que son muy importantes. Y añadiría una tercera: la libertad para desarrollar el proyecto sin injerencias. Mi compromiso político fue puntual: acepté estar cuatro años porque me lo pidieron y pensé que podía dedicar ese tiempo de mi vida. Aprendí mucho, pero también fue una experiencia dolorosa en lo político, porque una llega con la idea de servicio público y de trabajar por el bien común, y luego se encuentra con una realidad mucho más compleja y, a veces, demoledora. No todo el mundo comparte las mismas metas. Fui una directora efímera del Centro Dramático Galego: la primera mujer en el cargo. Antes había estado Dorotea Bárcena, aunque de manera provisional, supliendo a un compañero.
Yo empecé invitando a mujeres a dirigir y diseñé un proyecto para tres años, pero solo estuve seis meses. No es un tiempo muy relevante, aunque tenía muy claro lo que quería hacer. Fue una pena. Puse unas condiciones, no se cumplieron y decidí volver a casa, con mi gente, con Sarabela, que es fundamental en mi vida teatral. Me dio mucha tristeza porque el proyecto era sólido, congruente y arriesgado. En cualquier caso, me queda la experiencia, el aprendizaje y el bagaje.
La compañía Sarabela Teatro tiene una identidad gallega muy marcada y una trayectoria de décadas. Me gustaría que hicieras un balance de todo este recorrido: lo bueno y lo difícil de tantos años, los retos que quedan y también qué esperas del futuro. ¿Te has sentido una compañía querida? ¿Y hasta qué punto el hecho de estar más radicados en Galicia que en otros centros como Madrid ha sido una decisión propia o una consecuencia de las circunstancias
Empezamos aquí, primero como teatro escolar, luego independiente y aficionado; en los años 90 nos profesionalizamos. Si empiezo por el presente, lo que está ocurriendo ahora mismo: este verano hemos estado en festivales como el de Olite y Ciudad Rodrigo y, además, abriremos temporada este mes en La Abadía, lo cual es una alegría inmensa. Sentimos mucha estima por Juan Mayorga y por todo su equipo, y poder estar tres semanas allí es una oportunidad maravillosa. No es que no hayamos querido salir de Galicia, al contrario: nuestra red fundamental está aquí, pero siempre hemos tenido la voluntad de proyectarnos hacia fuera. Hemos estado en Portugal, en Francia… aunque quizá nos hemos movido poco, y no porque no quisiéramos, sino porque no siempre se dieron las condiciones. La trayectoria de Sarabela Teatro se sostiene en un proyecto común que mantenemos desde el principio. Llevamos muchos años juntos y lo bueno es que nos comunicamos casi sin palabras. Somos un equipo de cinco personas y consensuamos casi todo: repartimos las tareas entre todos. Fina, por ejemplo, es actriz, productora y distribuidora; Elena lleva las cuentas y también es actriz; Fernando dirige el aula universitaria y es actor; todos hacemos mil cosas. Creo que el secreto es que Sarabela nació por amor y sigue existiendo por amor, pese a todas las vicisitudes. En el camino hemos perdido a personas que llevamos tatuadas en el alma, sobre todo dos que fueron fundamentales: Suso Díaz, que murió muy joven, con 39 años, y que era un hombre de teatro total (escenógrafo, actor, diseñador, iluminador), uno de esos fenómenos que aparecen muy pocas veces en una generación. Y Begoña Muñoz, dramaturga, que nos hizo tomar conciencia de ser mujeres, de ser feministas, y de lo que significa ser mujer gallega: tener una identidad y pertenecer a un territorio, defender nuestra cultura. Tenemos una cultura ágrafa, pero riquísima. Así que hemos ido caminando siempre con bastante riesgo, pero también con mucha fidelidad a lo que somos.