El camino que ha llevado a Miguel del Arco hacia La Patética no ha sido una decisión tomada estratégicamente, sino el resultado de un proceso vital y emocional marcado por pérdidas, rupturas y transformaciones. El cierre del Teatro Pavón Kamikaze, la pandemia y la muerte de su padre configuraron una etapa de duelo y reflexión. “Hubo una orfandad enorme cuando cerramos el Pavón, fueron unos años de una intensidad y efervescencia brutales que no cambiaría por nada del mundo. Soy consciente de que contribuyó a cambiar una manera de ver, una manera de hacer, que hizo que la gente se movilizara en torno a una cosa que parecía que no podía ser”, confiesa.

Durante ese tiempo, la televisión apareció como tabla de salvación creativa. Las noches de Tefía no fue un encargo más, sino una propuesta inesperada que le permitió escribir desde la libertad absoluta. “Me dijeron sí, hazlo como quieras. Fue un proceso absolutamente maravilloso”, recuerda. “Pensé que me iba a pasar por encima como una apisonadora y fue un momento de una energía vital que en ese momento necesitaba”.
Este paréntesis lo apartó de los escenarios, pero también le proporcionó distancia, herramientas y, sobre todo, el deseo de volver con una obra que no obedeciera a ninguna expectativa externa. “Aquí pasa una cosa muy curiosa, en este país siempre es como que, o eres tele, o eres cine, o eres teatro, y cada vez que iba a un estreno y comenzaba a oírse que iba a hacer La Patética, la gente me decía: ‘Ah, ¿pero vas a volver a hacer teatro? Pensaba que ya te ibas a quedar en la tele’. Como que te finiquitan y te dan a entender que ya no eres ‘uno de los nuestros’… ¡Hostia, macho, qué falta de pertenencia!”, cuenta entre risas y con perplejidad.
¿POR QUÉ NOS INCOMODA LA MUERTE?
En este contexto nace La Patética, una obra que arranca de la novela Morir de Arthur Schnitzler, pero que pronto se aleja de ella para construir algo más personal, “es una novela de una negrura que tampoco me apetecía. Hay algo en mí que es profundamente pesimista, pero al mismo tiempo tengo un aliento vital que lo empuja todo. Esa contradicción siempre está de una manera muy vital en mí y quería darme una excusa para componer un espectáculo que pudiera irme donde me saliera de las pelotas y jugar”, confiesa entre risas. De ahí que en esta pieza, dentro de la tragedia que supone su punto de arranque, convivan el humor, la música, la autoficción (sin serlo) y el delirio.
La trama nos presenta a Pedro Berriel, interpretado por Israel Elejalde, un afamado director de orquesta que se enfrenta a la noticia de su propia muerte. Una certeza inminente que hace que la realidad se ramifique y se despliegue, apareciendo visiones donde se confunden rostros y se superponen planos emocionales y espirituales. “La conciencia de la muerte genera una irrealidad muy potente. Es un ‘mood’ que quería explorar porque es algo que comprobé con la muerte de mi hermano Alberto, para mí fue como una corriente arrasadora por lo inesperada que fue, haciéndome pensar en cómo era posible que hubiera muerto y que el mundo continuara. Y creo que esto fue cociendo, de alguna manera, la necesidad de enfrentarme a esta función”, explica Del Arco, que ha querido que La Patética sea un espacio donde hablar de lo que más incomoda, pero sin solemnidades, “todos vamos a morir”. La muerte no es solo tragedia: “también es comedia, absurdo, desconcierto y necesidad de belleza”.

“Es un espectáculo que no tiene ningún código realista”, afirma. De ahí que el protagonista conviva en el mismo espacio, aunque no en el mismo plano, con personajes como Tchaikovsky, al que da vida Jesús Noguero, Putin y alguna otra sorpresa dentro de la casi treintena de personajes interpretados por Jimmy Castro, Inma Cuevas, Juan Paños, Manuel Pico y Francisco Reyes, que conviene descubrir viendo esta especie de desafío de precisión relojera que supone interpretativamente hablando. “Estoy muy contento con la compañía, han cogido mucha alegría en la manera de hacer y de estar. Las reflexiones que salen a cuenta de la función, las risas, son impagables”.
UN GENIO CON LOS MISMOS MIEDOS QUE TODOS
La Patética debe su título a la Sexta Sinfonía de Tchaikovsky, también conocida como Patética, compuesta poco antes de su muerte, “este es el canto de cisne de Tchaikovsky”. Del Arco buceó en las cartas del compositor, de ahí que prácticamente todas las frases que dice en la obra sean una transcripción literal de lo que él mismo escribió. “Descubrí una personalidad apabullante, era un genio. Pero lo que más me fascinó fue descubrirle lleno de dudas, de inseguridades… como todos”, dice. Esa mezcla de melancolía, vitalismo y contradicción emocional ha acabado por impregnar la dramaturgia.
El montaje, como es habitual en las producciones en las que se embarca Del Arco, integra la música como elemento dramático y poético, “al final es un vehículo que no hay que explicar, es algo que te lleva”. Nuevamente son Sandra Vicente y Arnau Vila los cómplices con los que explorar la música y el espacio sonoro que dan unidad a La Patética, “tenemos entre los tres una manera muy íntima y divertida de trabajar, buscamos y probamos sin miedo”. Por supuesto la propia Sexta hace acto de presencia en momentos estelares, enfatizando el momento que está viviendo el protagonista, “son borbotones de vida insuperables. Es fulgurante y se enreda con la vida del propio Tchaikovsky. Es una manera de contextualizar que te hace volar más allá”, dice. Al igual que sucede con la escenografía de Paco Azorín -un estudio de grabación, que a la vez tiene algo de habitación acolchada de manicomio y de cámara anecoica- permite que el sonido y el silencio sean también protagonistas. “El silencio no es ausencia, es parte de la música”, afirma.

VULNERABILIDAD Y RESISTENCIA
Aunque Miguel insiste en que La Patética no es autoficción -“nada más lejos”-, es inevitable reconocer fragmentos de su biografía y de su visión del mundo. Está el deseo de permanencia. “¿Qué nos queda cuando todo es fugaz? ¿Cómo resistimos al olvido?”, se pregunta el autor. En ese sentido, el arte -como decía Tchaikovsky- es una forma de resistencia frente a la muerte, un anhelo que sobrevuela cada escena. O la homosexualidad, que no es tratado como tema central, pero sí es el motor emocional que atraviesa la obra, incidiendo en el deseo de que deje de ser leída como una diferencia. “Ir de la mano con mi marido no es un acto de amor, es un acto político. Y eso me molesta profundamente. Quiero poder ir por la calle con él siendo, única y exclusivamente, dos personas que se aman. ¿Esto es posible? No. Y por eso aparece en la función”, un punto que conecta con otros temas como son la mirada del otro, la exposición pública, la necesidad (y peligro) de agradar, que también tiene que ver con la relación con la crítica, muy presente en el texto porque, como Del Arco admite, no es inmune a este asunto. “Vivimos pendientes de la mirada del otro. Y sí, somos todos esclavos de la opinión ajena”. Esa tensión entre vulnerabilidad y resistencia está también presente.
El proceso de creación ha sido, según dice, un reto tan complejo como lúdico, “vivo en una permanente contradicción que es el estado de euforia y el desasosiego creativo”. De ahí que sea haya convertido en un juego con reglas cambiantes. “He cortado, he rehecho, he reescrito, con un solo objetivo: la necesidad de decir algo que valga la pena”. Y señala que no ha buscado complacer. Hay referencias literarias, musicales y filosóficas. Hay humor negro, pasajes líricos y fragmentos que requieren atención. Del Arco no se disculpa por ello. “¿Se va a entender todo a la primera? No. Pero se va a percibir una intensidad, un anhelo de conexión. Y eso es lo que importa”, defiende. En un mundo que exige inmediatez, claridad y entretenimiento fácil, este espectáculo reivindica el derecho del arte a ser complejo, ambiguo, exigente. A no tener que explicarse siempre, pero a la vez apunta tranquilizador, “va a ser una función muy interesante, y muy entretenida, de ver”.

Sin duda, al escuchar a Miguel hablar del proceso creativo, se nota el entusiasmo con el que está viviendo el momento previo al estreno. La Patetica se ha convertido, confiesa, en un espacio de felicidad. “En la sala de ensayos es donde realmente soy feliz, es mi lugar. Ir al ensayo, salir con la cabeza llena, acostarme dándole vueltas, despertarme a las cuatro de la mañana para abrir el libreto… Esa es la magia”, confiesa.
Se nota que Miguel del Arco se ha dado permiso para hacer lo que realmente le ha dado la gana, y al hacérselo notar, lo admite con una gran sonrisa: “La alegría y la libertad son la única forma de resistir”. Y probablemente con ello ganamos todos.