Es la segunda vez que Andrea Jiménez y Victoria Szpunberg se unen para poner en pie una propuesta escénica, en esta ocasión se trata de Vulcano, una historia sobre la complejidad interna de la familia, el cómo nos relatamos a nosotros mismos y la sed de sensacionalismo de la sociedad actual, que podremos ver en la Sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán del 7 de marzo al 13 de abril, y a la que dan vida Pilar Bergés, Iván López-Ortega, Albert Ribalta, Eneko Sagardoy y Macarena Sanz.
¿Cuándo y cómo nace esta conexión entre vosotras?
Andrea Jiménez: Nace por Carme Portaceli. Victoria ya iba a escribir el texto de Mal de coraçón para la Compañía Solitària, y como la compañía quería hacer un proceso de creación, Carme hizo un celestinaje llamándome a mí para dirigir la obra. Y esto se resolvió con un proceso híbrido entre la metodología de creación que habíamos desarrollado en Teatro En Vilo, que luego he seguido desarrollando yo, y el trabajo dramatúrgico de Victoria.
¿Cuál es ese método?
Victoria Szpunberg: Bueno, es un proceso que solo se lo permito a ella, ¿eh? (risas) Porque, en términos prácticos, tardo más en escribir, pero es muy estimulante.
A. J.: Es el mismo formato que tenemos aquí en Vulcano. Victoria escribió 35 páginas, a partir de las cuales yo generé una residencia donde improvisamos a partir del texto buscando atmósferas, y de ahí Victoria reescribió integrando los ‘inputs’ de la residencia, generando una nueva versión del texto ampliada que después volvimos a traer a residencia y volvió a ser tamizada de nuevo por su mano.
¿De dónde nace Vulcano? ¿Qué necesidades empujaron a crear esta pieza?
V. S.: Casi todo lo que escribo está basado en experiencias que me han pasado o cosas que veo, pero no hago autoficción, siempre lo transformo en una ficción. Ambas queríamos abordar el tema del Mal, así, a gran escala, y luego eso se mezcló con que en el edificio donde yo vivía hubo un incendio en el que murió una señora mayor y eso me impactó. Al final lo uní con otro proyecto, que ya había pensado sobre una familia que quería ir a un reality show, ese era mi punto de partida. Y entonces fue cuando Andrea me dijo, que por qué no poníamos una cámara, porque ella estaba como muy interesada en la figura de un documentalista que al final acabó siendo una reportera.
A. J.: Cuando pensábamos sobre el Mal y sobre el lugar del poder de la víctima y los roles de víctimas y culpables, sobre qué estaba pasando con eso a nivel social y hasta dónde estábamos llegando reduciendo los relatos, como un maniqueísmo que se nos quedaba corto y que nos enfadaba, y ahí conectamos desde algo que todavía no sabíamos nombrar. Y es que, tanto en la idea del reality, como en la idea del documental o del reportaje, está la idea de cómo nos editamos para contarnos y cómo cada vez somos más inteligentes en el arte de contarnos a nosotros mismos. Y ahí aparece la pregunta de cómo contar el dolor. Creo que las dos tendemos a tratar asuntos gordos, como lo traumático en lo escénico, desde distintos puntos de vista. Yo más desde la autoficción y Victoria más desde la ficción, pero esa pregunta de transformar artísticamente el dolor, que es una forma de relatarlo, está muy viva en nuestros tipos de teatro. Para mí es la primera obra que hago, que no es a priori metateatral, es decir, que tiene hay cuarta pared. Para mí la metateatralidad aparece con la idea de la cámara, donde al final siempre estás actuando para alguien, aunque no sea a priori para el público que está aquí presente, es para un público imaginario, es como el abismo de esa mirada que en algún lugar siempre está. Es curioso porque en la pieza no es que los actores actúen como personajes, sino que los personajes actúan como actores.
A propósito de esta frontera entre el actor y el personaje, ¿de qué manera han sido partícipes los intérpretes de la creación de esta ficción?
A. J.: Tanto en Mal de coraçón como aquí, la obra se ha ido gestando a la vez que íbamos conociendo a los actores. Es decir, Victoria ha escrito la obra sabiendo quiénes iban a interpretarlos y, de alguna manera, expone algo de la esencia del actor. El trabajo de personajes que hay en Vulcano y en Mal de coraçón, no son ellos, pero toca algo de ellos, que puede ser, no me atrevería a decir una herida, pero como un lugar muy particular que existe en esa persona actor y Victoria lo amplía a personaje, que es exactamente lo que he hecho yo siempre en Teatro En Vilo desde otro prisma, en mi caso deliberadamente, trabajando con quién es el actor y teatralizando algo de su dolor, de su herida o de su ser en el mundo, de su biografía y creo que Victoria de una manera calladita, pero bruja, lo logra (risas).
La historia nos habla de una familia que intenta salvar a una vecina que muere en un incendio dentro del edificio donde viven y de cómo unos periodistas llegan con la aparente intención de hacer un documental sobre ello. ¿De qué manera se exploran los límites ante el interés por el dolor ajeno y el morbo?
A. J.: El morbo para mí es más un contexto. No es una reflexión tanto sobre el morbo, sino cómo creo que es la incapacidad del relato. Esta especie de persecución de un relato verdadero y de cómo, de alguna manera, es imposible y te vas extraviando porque el relato, por definición, siempre excluye información de la misma manera que una obra de teatro, y en el marco que se da en un escenario, solo caben determinadas cosas y otras no, lo mismo que en una pintura, que hay cosas del cuadro que tú no ves, pero que los personajes ven y tú solo las puedes imaginar. Y para mí eso es la materialización, la paradoja del relato, que aspira a abarcar una realidad, pero siempre va a fracasar en su intento. Y esa cosa que sucede en el arte creo que también sucede cuando nos contamos, que está en juego la idea de nosotros mismos. Del bien y del mal.
La función, como dice Adriana, habla sobre la complejidad de la realidad. ¿Pero cuáles son los temas que aborda?
V. S.: Tengo un problema con lo de los temas, porque los programadores siempre te piden un tema. Y yo creo que el teatro no es temático. El teatro es una pregunta o es, en todo caso, un paisaje, algo que sucede, un cachito de realidad representada o presentada delante de otra gente. Pero aquí abordamos desde el tema del trauma, la culpa, la mirada externa en relación al relato, también el lugar de este periodismo cutre que tiene que generar contenido antes de que el contenido exista. También está el tema de qué es la intimidad. Porque la intimidad en el momento en el que vivimos, muchas veces parece secuestrada y hay como un afuera muy hostil o muy exigente al mismo tiempo. Entonces el adentro tiene que ser absolutamente recóndito. Con todas las redes y cámaras que hay, no hay un término medio. Si lo piensas un momento, toda la información que tenemos está almacenada en algún sitio. ¿Dónde queda nuestra intimidad?
A. J.: Sí, dónde queda de verdad. Es tan fácil exponerla, ya no solo desde las cámaras, las redes, sino desde el juicio. Y ahí es donde entra el autoeditor todo el rato. ¿Y cuándo descansa? ¿En qué plano de esto vas a descansar? En esta obra no hay ni un solo momento en el que los personajes no estén siendo mirados. O sea, no encuentran en ningún caso el lugar de soledad, y eso que hay cuarta pared, pero aun así nunca existe.
La importancia del relato es fundamental en la obra y abre todo un debate. ¿Qué preguntas sobre la conexión con la verdad y la representación plantea la obra?
V. S.: Es que es muy difícil hablar del trauma. En realidad, cada uno de nosotros, con diferencias, hemos vivido traumas de algún tipo y en realidad es muy difícil, cuando aflora, no suele hacerlo de una manera calculada y, cuando tú quieres explicarlo, se escapa porque tiene una relación con nuestra propia memoria muy difusa, por eso estamos tan disociados.
A. J.: Exacto, el relato nos disocia a veces. Después de haberte contado muchas veces un mismo relato y que ese relato deje de afectarte a nivel emocional, ¿cómo volver a reconectar con él para alcanzar algún lugar en el que veas más y, por tanto, sanes más? El personaje de la periodista hace eso y dirige, o sea, dirige una recreación y yo, como directora, me doy cuenta de que, para reconectarme con la vida, utilizo a los actores y la ficción como herramienta de conexión mía y el personaje hace lo mismo. Hay una calma extraña en jugar a la ficción de forma deliberada.
En el libreto, a la hora de describir el espacio escénico se define como “una casa herida”, ¿cómo se lleva este concepto poético a la escena?
A. J.: A mí me encanta pensar con Judit Colomer, que es la escenógrafa, las piezas porque nunca va a la respuesta evidente, sino que siempre buscamos con mucho ahínco una dramaturgia de lo escénico, que no sea solo un espacio, sino que ese espacio contenga toda esta idea de la teatralidad. De hecho, Judit hizo un trabajo de final de máster sobre las heridas de las casas. Una casa es un lugar íntimo, protegido y cuidado; y, sin embargo, esta casa ha sido invadida por las cámaras, por los focos, de alguna manera es una casa que normalmente es un lugar adentro, es una casa pensada hacia fuera, casi como el expositor de una pared de museo, delante del cual sucede el cuadro, entonces ya es una casa herida. Un lugar que tendría que ser un refugio, es un lugar de desnudez, de vulnerabilidad, de ser constantemente juzgado, que muchas veces así es una familia, que le exige ese refugio y, sin embargo, es el lugar de donde te ven como nunca quisieras que te vieran. Y esa exposición ‘vouyerística’, de ser desnudados a su pesar, es la propuesta escénica. No hay lugar prácticamente donde ocultarse porque, lo que no se ve, puede ser grabado por las cámaras.
Así mismo, ¿podríamos decir que cada uno somos nuestra casa, con sus propias heridas, y en Vulcano viajamos al interior de esas heridas que continúan abiertas dentro de la familia, amplificándolas a través de la cámara?
V. S.: Es que todas las familias están heridas, porque además las familias son estructuras que de alguna manera son espejos de las macroestructuras, y es que, si uno lo piensa, ¿Qué son las familias? ¿Por qué seguimos organizándonos en familias? Realmente son estructuras económicas, psicológicas… ahí está todo.
A. J.: Por cierto, uno de los descubrimientos, es como para esta familia, en teoría el trauma es el incendio y lo que ha pasado en ese incendio, pero te das cuenta de que el incendio, ese supuesto trauma, es también una ficción que sirve para hacer alquimia del dolor familiar que viene de mucho antes del trauma. O sea, que el trauma es ancestral y no sabes cuándo empezó. Y es como que cada nuevo trauma reactualiza el trauma pasado, igual que cada ficción o cada relato hace emanar lo anterior. Al final, ¿qué es esto? ¿un relato sobre un trauma o un relato sobre una familia?
V. S.: Y también sobre la normalidad, porque las familias, bueno, todas las personas si las miras con lupa, son profundamente especiales y al mismo tiempo todos somos iguales. Entonces, ahí hay algo muy interesante para los que escribimos ficción, porque solo falta mirar a una persona de cerca para tener un personaje interesante. Las personas somos en general un mundo, pero luego hay siempre como una exigencia de normalidad, en cómo nos estructuramos. Entonces, por eso el personaje ausente es quién representa de alguna manera ese lugar fronterizo, entre la normalidad y lo que se sale de los parámetros. De qué pasa con la familia y la normalidad, lo que también es una familia que no está la madre, donde el hermano se ha ido y no sabemos dónde estaba.
A. J.: Todos están queriendo desesperadamente pertenecer y desesperadamente irse de este lugar.
Hay una frase que dice Adriana, personaje de Vulcano, “A veces lo de toda la vida funciona, por eso perdura. No por hacernos los modernos vamos a llegar a los espectadores”, que abre un gran debate. ¿Qué opináis vosotras?
A. J.: Esa es una cosa que me ha hecho dicho a mí Victoria más de una vez (risas).
V. S.: Bueno, yo me estoy volviendo un poco conservadora con la edad. Soy hija de guerrilleros, así que soy conservadora a ese nivel. Quiero decir, no soy nada conservadora. Me refiero a que como ya se ha dado vuelta a todo y se ha sacudido todo, siempre igualmente, hay cosas que inventar, por supuesto, si no, apaga y vámonos, pero a lo mejor no sé… El inventar tiene que ver con aprender a conservar y discernir qué es lo que hay que conservar y cómo. Tener esta ansiedad por lo novedoso, por la tendencia, es como la zanahoria que se pone delante y que no sirve para nada. No conocer la tradición me parece básicamente un desperdicio. Hay, a veces, una especie de obsesión por lo nuevo que no aporta tampoco nada. Además, como que todo está tan cargado ya de cosas que, a lo mejor, tenemos que mirar un poco hacia atrás, a las ruinas, como el ángel de Walter Benjamin, que mira hacia el pasado y ve las ruinas. Pero bueno, también, depende cómo se dirija, lo puedes decir desde la parodia o desde donde sea, a mí eso me gusta, decir cosas desde lugares donde no acabas de saber cuál es el tono.
En este caso, ¿cuál es el tono que habéis querido dar a Vulcano y en qué género os movéis?
V. S.: Uno de mis objetivos era hacer género criminal, porque me encanta intentar llevar al teatro géneros que no son propios del teatro y es súper difícil hacer genero criminal. Luego eso se desdibujó por el diálogo, las residencias y porque nos interesaban otras cosas. Pero es verdad que la obra la puedes llevar a lugares muy diferentes.
A. J.: Creo que el código de esta obra es probablemente uno de los mayores retos, porque es un código propio. Igual que cada familia es una película dirigida por un director de cine de autor distinto. Entonces esto tiene cosas de Giórgos Lánthimos, cosas de Haneke con ambiente velazquiano y también una especie de humor muy particular. Creo Victoria y yo coincidimos en cómo traer el humor. Y este es uno de los retos de que, en este gran drama estético de suspense criminal, está el humor que no es parodia. El otro día dije que esto es humor íntimo. Mi deseo es que los actores, al interpretar esta obra, aunque están representando personajes que no son ellos, de alguna manera estuviesen confesando algo íntimo. Todo esto sumado a un código muy consciente y estético. Y ahí es donde para mí está Lánthimos, combinando esto con una estética muy precisa, con algo muy sutil de un estar. Y esa es la búsqueda en la que estamos ahora, de no irse ni a la parodia ni al realismo de serie de televisión, porque siempre hemos comentado, que esta obra se podría ir a un plató de teleserie o a un código de terror y suspense o al grotesco. Y no debería ser ninguna de todas ellas.
¿Y qué opináis sobre la que dice Eliseo: “Solo la belleza puede salvarnos del adoctrinamiento, de la lógica hegemónica”?
A. J.: Sí, yo creo mucho en esa frase, en el sentido de que cuando el relato es imposible, el acto artístico, con suerte, abre un espacio que justamente es innombrable, o sea, y es inadoctrinable y es un acto suspendido de pregunta. Y ahí hay un lugar para mí de paz, que está en una especie de apnea artística, que puede sostenerse mucho tiempo y en la que caben muchas cosas que van más allá de la palabra.
V. S.: A ver, estamos en lo mismo. ¿Nos tomamos en serio o no la frase? Porque el personaje lo dice desde un lugar pedante. Pero a mí esa frase me gusta. Hay una cosa hermosa que dice Borges que es que los cuentos de hadas occidentales no son bellos porque son simétricos, son cerrados, y que, en cambio, los cuentos de hadas orientales se acercan más a la belleza porque huyen de la simetría, o sea, dejan hilos sueltos. Me gusta, es bonito.
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