Marcela Diez: "Quienes nos dedicamos a la difusión cultural tenemos el compromiso de acercar a los jóvenes a otras formas de interpretar la vida"
Del 7 al 30 de noviembre, Madrid vuelve a ser epicentro del pensamiento escénico con la celebración del 43º Festival de Otoño, una cita que este año llega marcada por el acento hispanoamericano y la mirada de su nueva directora artística, Marcela Diez. Gestora cultural mexicana con una larga trayectoria en el Festival Internacional Cervantino y en la UNAM, Diez asume por primera vez la dirección de uno de los certámenes más emblemáticos de la Comunidad de Madrid con una propuesta que reivindica el diálogo entre generaciones, territorios y sensibilidades.
Más de la mitad de la programación procede de Latinoamérica y un tercio está dirigida al público joven, en un intento consciente por tender puentes entre lo local y lo global, lo clásico y lo emergente.
Conversamos con Marcela Diez sobre los desafíos de esta nueva etapa, el papel de los jóvenes espectadores y el valor de reconocerse, como ella misma dice, "en las diferencias" que conforman el vasto mapa de las artes escénicas en español.
Esta es tu primera edición al frente del Festival de Otoño. ¿Cómo fue recibir el encargo de dirigir uno de los festivales más emblemáticos de Madrid?
Es una responsabilidad enorme, pero también un gran honor. Me dio mucho gusto por varias razones: siempre he considerado que el Festival de Otoño es extraordinario, y que pensaran en mí como posible directora artística fue, sin duda, un halago. Al principio pensé: “Qué maravilla de encargo”, pero enseguida sentí el peso del compromiso. Mi propuesta debe reflejar quién soy, pero también responder a lo que el Festival representa, independientemente de quién lo dirija. Así que sí, fue a la vez un reconocimiento y una gran responsabilidad que asumo con entusiasmo. Es una oportunidad valiosa, no sólo para mí, sino para las artes escénicas y para la gestión cultural iberoamericana en general.
Has dicho que el festival pretende ser “un espacio para el diálogo artístico, estético, cultural y generacional”. ¿Cómo se traduce o cómo se baja a tierra esa idea en la programación, Marcela?
Sí, son muchos conceptos, ¿verdad? Los incluí todos porque me parecen fundamentales. En cuanto a lo estético, por ejemplo, en Hispanoamérica nuestra mirada no siempre coincide con la europea. A veces es por cuestiones presupuestarias, pero también porque lo que consideramos bello puede ser distinto. La elegancia que se aprecia en ciertos espectáculos europeos puede resultarnos fría, distante. Nosotros tendemos a buscar algo más vibrante, más fantasioso. Lo ves incluso en nuestra forma de vestir: usamos colores vivos, no seguimos tanto la moda. Ese contraste también forma parte del diálogo estético que proponemos: mostrar que pueden convivir distintas sensibilidades, que podemos aprender unos de otros. En lo cultural, nuestras preocupaciones son universales, el amor, la tristeza, la pérdida, pero se expresan de maneras distintas. Por ejemplo, en la programación está Hasta Encontrarte, una obra mexicana sobre las madres buscadoras. Es un tema profundamente social, pero en el fondo habla del amor como motor de todo. Ese es el diálogo que buscamos: tú hablas de amor desde tu contexto, yo desde el mío, y aunque las historias sean diferentes, el fondo es común. Todos compartimos las mismas inquietudes humanas, sólo que las contamos con narrativas distintas.

¿Qué rasgos de tu trayectoria en el Festival Internacional Cervantino o en la UNAM has querido trasladar a este nuevo contexto madrileño?
Lo que más traslado es la atención a los jóvenes. Vengo de un país con una población muy joven, y tanto en el Cervantino, en Guanajuato, como en la UNAM, eso marcaba mucho el enfoque del trabajo. En Guanajuato, por ejemplo, hay que pensar en una audiencia joven que asiste sobre todo a espectáculos de calle, porque, como sabes, a los jóvenes les atrae más lo que ocurre en el espacio público. En la UNAM, el programa que dirigía estaba centrado en la creación y formación de públicos. Así que lo que traigo conmigo es esa convicción de que quienes nos dedicamos a la difusión cultural tenemos el compromiso de acercar a los jóvenes a otras formas de interpretar la vida, más allá de las que conocen hoy, que muchas veces pasan por las pantallas. Y no digo que eso esté mal, para nada. Simplemente creo que debemos tender un puente: decirles “lo que tú haces está bien, pero lo que yo hago también tiene algo que ofrecerte; ven a descubrirlo”.
Un tercio de la programación está orientado al público joven. ¿Qué te preocupa o motiva en esa relación entre juventud y artes escénicas?
Me preocupa, sí, pero sobre todo lo considero una responsabilidad. El público mayor ya lo tenemos: conoce el lenguaje del teatro, sabe cómo se expresa. En cambio, los más jóvenes aún están descubriendo esas formas. Y cuando hablo de jóvenes, me refiero realmente a los muy jóvenes. Algo que me llamó la atención al llegar aquí es que en Madrid se considera “público joven” a personas de 40 años. En México, por ejemplo, hablamos de adolescentes y veinteañeros. Esa diferencia de percepción también influye en cómo pensamos la programación y en cómo buscamos conectar con nuevas generaciones.
Bueno, pasa también con los dramaturgos que los consideran emergentes con 40 años…
¡Claro! A los 40 muchos ya están divorciados y todo. Para mí ha sido todo un descubrimiento, porque en mi contexto un joven es alguien de 18 o 20 años, que ya está pensando en casarse. Así que el concepto de juventud aquí es distinto. Pero mi preocupación va dirigida a esos jóvenes que aún están en proceso de formación, a quienes todavía podemos alcanzar. No sé si tú recuerdas cuándo fuiste al teatro por voluntad propia, no porque te llevaran, sino porque decidiste ir. Tal vez fue a los 30 o 35 años. Por eso creo que tenemos que captar a quienes aún pueden incorporar las artes escénicas en sus rutinas, que pueden incluir actividades culturales fuera de casa. Ese es el reto que, como programadores, debemos asumir: crear puentes para que el teatro y las artes escénicas entren en la vida cotidiana de las nuevas generaciones.

Antes mencionabas que el público más maduro ya lo tenías fidelizado. ¿Cómo se construye un festival que dialogue a la vez con espectadores más fieles y con los que se acercan por primera vez?
El acercamiento por primera vez siempre es una apuesta, porque no sabes si va a funcionar. En cambio, con el público habitual ya tienes una idea de lo que puede interesarle y también de lo que no va a atraerlo. Los festivales son espacios privilegiados, casi burbujas, donde se reúne gente con curiosidad, con ganas de descubrir cosas nuevas. Y eso incluye también a los públicos mayores, que aunque ya están fidelizados, siguen siendo curiosos. Esa curiosidad es clave: permite que el festival dialogue tanto con quienes vienen por primera vez como con quienes llevan años asistiendo.
También, nos adelantabas la apuesta por propuestas en la calle en espectáculos como Odiseas o DUB en los que se incorporan tecnologías y lenguajes urbanos. ¿Crees que el futuro del teatro pasa por integrar estos nuevos códigos?
El futuro del mundo pasa por integrar los nuevos códigos, no sólo el del teatro. Tenemos que aceptar que ya están aquí. No podemos seguir preguntándonos si la inteligencia artificial, por ejemplo, va a transformar nuestras prácticas: ya lo hizo. Lo que nos queda es abrazar esos cambios y trabajar con ellos. No van a desaparecer. La cuestión no es si los incorporamos o no, sino cómo lo hacemos desde lo que somos, desde nuestras propias narrativas y lenguajes.
Esta edición tiene más del 50% de producciones hispanoamericanas. ¿Qué criterios guiaron la selección de esas obras?
El primer criterio, por supuesto, era que fueran hispanoamericanas. Pero además quise centrarme en compañías consolidadas, que han definido una manera particular de hacer teatro en nuestra comunidad. Por ejemplo, Teatro Petra, que lleva años desarrollando una forma muy potente de crítica social desde la escena, y cuya influencia se ha sentido en muchos otros países. En México, por ejemplo, seguimos su trabajo desde sus inicios. Otro caso es el de la compañía Teatrocinema, que me parece fascinante por su forma de conjugar cine y teatro. Llevan más de veinte años explorando ese lenguaje híbrido. Al invitar a estas compañías, mi intención fue reconocer a quienes, desde hace dos décadas, vienen marcando un camino propio en la creación escénica. Son, en muchos sentidos, compañías históricas dentro del teatro hispanoamericano.
Has hablado de “reconocerse en las diferencias” entre los países de habla hispana. ¿Qué aprendizajes deja este encuentro de estéticas tan diversas?
Claro, no todo en Hispanoamérica es lo mismo. Cuando veas, por ejemplo, el Edipo: Nadie es ateo de David Gaitán, que es mexicano y tiene una formación muy influida por Europa, notarás una estética completamente distinta a la de Teatro Petra, que reivindica con fuerza sus raíces colombianas. Son lenguajes escénicos muy diferentes que, sin embargo, abordan temas esenciales similares. El teatro colombiano tiene una identidad muy marcada, distinta del que se hace en Argentina, por ejemplo. Y aunque compartimos el idioma, cada país, por su historia, su formación, su contexto, tiene una manera particular de analizar, de pensar y, sobre todo, de expresarse. Esa diversidad es lo que enriquece el encuentro: reconocernos en lo común, pero también en lo distinto.

¿Qué papel crees que tiene el idioma español como hilo conductor en un festival de vocación internacional como el de Otoño?
No podemos ignorar que hay más de veinte países que comparten el idioma español, aunque sus realidades sean muy distintas. Por eso me parece fundamental darles espacio en un festival internacional como este. El Festival de Otoño es, por supuesto, internacional: contamos con propuestas de Italia, Grecia, Portugal, Congo, Francia… Pero lo que me entusiasma especialmente es que se esté abriendo la puerta a creadores hispanoamericanos que no siempre han tenido presencia en festivales grandes e importantes en Madrid. Decir que lo hispanoamericano también es internacional es una afirmación relevante. Porque lo es. Y reconocerlo implica ampliar la mirada sobre qué entendemos por internacionalidad en el arte.
La programación aborda temas duros como la violencia, las desapariciones o el machismo. ¿Cómo equilibras el compromiso político con la dimensión poética y estética del arte?
Ese equilibrio lo encuentra cada espectador. Cada persona tiene su propia manera de interpretar lo que ve en escena. Por eso, prefiero dejar ese espacio abierto: que sea el público quien decida cómo se relaciona con lo político, lo poético y lo estético. Evidentemente, los creadores abordan los temas que consideran urgentes en sus contextos. Y me parece fundamental que en Madrid se puedan ver esas preocupaciones sociales, tal como se viven en los países que participan en el festival. Es una forma de ampliar la mirada y entender que el arte también es testimonio.

En tu recorrido por Latinoamérica hay una presencia destacada de creadoras mujeres. ¿Fue una decisión consciente?
Siempre he apostado por ellas. Llevamos algunos años tomando conciencia de que, históricamente, no se les había dado el lugar que merecen. Pero están ahí, y cada vez con una voz más fuerte, más sólida, al nivel de los mejores creadores varones. Así que sí, fue una decisión consciente. Pero lo fue porque son excelentes. No las elegí por ser mujeres, sino porque su trabajo es extraordinario.
¿Qué papel tiene la danza en esta edición, que reúne nombres tan potentes como Christos Papadopoulos, Amala Dianor o Marco da Silva Ferreira?
Tiene un lugar muy importante. La danza es uno de los lenguajes más universales dentro de las artes escénicas, porque lo que comunica es el cuerpo. No hace falta entender palabras, basta con comprender los gestos. De hecho, antes de hablar, lo primero que hacemos es movernos. Por eso me interesa tanto la danza, me gusta profundamente, y en esta edición tuve la oportunidad de traer nombres muy potentes. Se dieron varias coincidencias afortunadas. Por ejemplo, con Christos Papadopoulos, a quien conozco, le comenté cuánto me gustaría que viniera. Al final lo logramos, aunque fue casi a contrarreloj, ajustando muchas cosas para que pudiera estar. Y cómo no hacerlo, si además acaba de ganar el premio Rose internacional de danza de Sadler. Lo mismo con Marco da Silva Ferreira: cuando tienes propuestas así al alcance, creo que hay que hacer un esfuerzo especial para que estén presentes.

Además, el festival incorpora miradas europeas que revisitan clásicos como La vida es sueño. ¿Qué te interesa de esas relecturas contemporáneas?
Es una apuesta particularmente importante y conmovedora, sobre todo por lo que representa que sea una compañía ucraniana la que la lleva a cabo. La vida es sueño es un clásico, por supuesto, pero lo más significativo de esta propuesta es que nos recuerda que, incluso en condiciones de guerra, el teatro y el arte siguen siendo una vía de escape, una forma de salvación frente a situaciones que parecen perdidas. Esta obra era indispensable en la programación. Creo que es, sin duda, una de las propuestas más emotivas que llegan este año al festival.
Entre la extensa programación, ¿te animas a recomendar algo que creas que pueda sorprender al público que se acerque a esta edición del Festival de Otoño?
En danza, me parece especialmente interesante la pieza con la que cerramos la Sala Roja, DUB de la Cie Amala Dianor. Lo que propone es la integración de danzas urbanas como parte legítima de la estética contemporánea. Ya no se trata de una fusión puntual, sino de una aceptación plena de esos lenguajes como parte del canon de la danza actual. Creo que es importante verlo. En teatro hay muchas propuestas valiosas. Me parece muy interesante la apuesta de Emma Dante, aunque ella siempre es especial. No puedo señalar una sola obra, porque el abanico es amplio y diverso. Al final, todo depende del espectador: de lo que le atraiga, de lo que le interpela. Pero sí creo que hay montajes que dejarán huella, que harán que el público diga: “Ah, sí, yo vi eso en el Festival”.

Más de un millón de latinoamericanos viven en Madrid. ¿Qué esperas que signifique para ellos esta edición con acento latinoamericano?
Espero que sea un reconocimiento a sus raíces, a su identidad cultural. Que se sientan más integrados en todos los sentidos. Que puedan decir: “Sí, reconocen que tengo una personalidad cultural propia”. Creo que esta edición es una forma de hacerles sentir que sus maneras de hablar, de ver la vida, son valoradas dentro de la programación cultural de una ciudad tan importante como Madrid. Es una invitación a que se reconozcan y se vean reflejados en el escenario.
Si tuvieras que definir en una imagen o una palabra el espíritu de esta edición, ¿Cuál sería?
En una palabra es imposible, pero en una imagen yo la veo como. Pues como un puente.
¿Qué lugar ocupa el Festival de otoño en el ecosistema cultural de Madrid y cómo aspiras a renovarlo?
El Festival de Otoño ocupa un lugar muy importante. Ha sido, durante más de cuarenta años, una referencia en cuanto a planteamientos artísticos y escénicos. Es un espacio al que acude quien busca otras miradas, otras formas de entender el teatro y la creación contemporánea. Creo que esa esencia no se va a perder, porque es precisamente lo que define al festival y lo que debería definir a cualquier festival: ser un referente, un lugar donde el espectador pueda decir “Ah, sí, yo vi eso en el Festival de Otoño”. Mi aspiración es renovar desde esa base, manteniendo su vocación de descubrimiento y diálogo.