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Por Álvaro Vicente
Hace 24 años que se estrenó esta obra, primero en Barcelona y luego en Madrid, resultado de una coproducción entre el Teatre Nacional de Catalunya y el Centro Dramático Nacional. Era finales de los años noventa, y desde 10 ó 15 años atrás, el director de escena era la figura hegemónica en el teatro español, siguiendo, un poco a rebufo y a destiempo, las tendencias europeas. Autores y autoras teatrales, los que escribían en ese momento, sufrían para ver sus textos en escena. Pero algo estaba empezando a cambiar, una generación irrumpía con tanta fuerza en la arena dramatúrgica que pronto se comprobó que no había directores para un teatro donde la palabra cobraba un nuevo sentido. Les habían adelantado por la derecha y sin poner intermitente. Era la generación de Juan Mayorga, de Antonio Álamo, de Borja Ortiz de Gondra, de Laila Ripoll, de Lluïsa Cunillé, de Itziar Pascual, de Sergi Belbel, de José Ramón Fernández. Todos ellos, de un modo u otro, le deben mucho a José Sanchis Sinisterra.
Sinisterra es un clásico vivo, un maestro en el más amplio sentido del término, un joven de 83 años que sigue entreteniendo su tiempo en enigmas y luchas a la busca de lo fronterizo, del paso más allá de lo conocido, siempre ensanchando el poder de la palabra en el teatro. Una lástima que la pandemia se llevara por delante su último vivero, el Nuevo Teatro Fronterizo de La Corsetería, en Lavapiés. Y una injusticia que no encuentre acomodo en algún otro espacio que posibilite su interminable y siempre estimulante investigación. Tras aquella generación de los Mayorga y compañía, vinieron otras muchas promociones de autores y autoras -aquí y en Latinoamérica- atravesadas por la pedagogía de Sanchis, un hombre capaz de poner a escribir a una piedra. Autor muy prolífico, aunque en las carteleras siempre haya un ¡Ay, Carmela!, él sigue retorciendo los límites de la dramaturgia y de la narraturgia y alumbrando obras que plantean retos, sobre todo al espectador.
Porque el espectador, para Sanchis Sinisterra, no es un mueble, es un ser vivo y, como tal, activo, pensante, inteligente. Y para ese ser escribe, sin darle nada masticado. El lector por horas es el ejemplo paradigmático. La trama nos puede interesar e incluso entretener, pero lo verdaderamente fascinante es entregarse a coser hilos invisibles, a llenar huecos vacíos, a encajar piezas que de primeras no encajan, a jugar, en definitiva, desde la butaca. “Lo que me interesaba explorar en esta obra -decía al hilo del estreno del 99 el propio Sanchis- es cómo literatura y vida se interpenetran hasta el punto de que una y otra se alimentan mutuamente”. Eso ocurre en dos sentidos, entre los personajes protagonistas y entre la obra y la platea. Porque El lector por horas traslada a la ficción algunos de los presupuestos teóricos de la llamada estética de la recepción.
La tentativa que dirige Carles Alfaro es resultado de una coproducción entre la Sala Beckett de Barcelona (sala que fundó el propio Sanchis en 1989), el Teatro de La Abadía y el Institut Valencià de Cultura. El reparto lo componen los actores Pep Cruz, que interpreta a Celso, un hombre de negocios; Mar Ulldemolins, que da vida a Lorena, la hija ciega de Celso; y Pere Ponce (Ismael), contratado por Celso como lector por horas para amenizar el tiempo de Lorena. El encargo requiere la máxima neutralidad enunciativa por parte de Ismael, pero la fuerza poética de los textos escogidos y la situación misma, llevan a los tres personajes a un laberinto emocional incontrolable. Poco a poco, la pieza se adentra en un perverso y enigmático juego metatextual, donde se tensan los límites entre realidad y ficción. ¿Quién lee a quién? ¿Qué intenciones esconde cada texto? ¿Cuál es, en realidad, la verdad del argumento?
