Ángel de Quinta es profesor de alumnos norteamericanos en la Universidad de Sevilla. Licenciado en Historia del Arte, imparte las asignaturas de Historia Cultural de España, Novela y Cine y Cine Contemporáneo Español, entre otras. Su formación se mueve entre la historia, la literatura y el cine, sus principales pasiones. Es autor del libro de texto Lecciones de Cultura y Civilización Española (Ed. Diada, 2013), y es también un apasionado del teatro musical. Ante el estreno de Company, espectáculo de teatro musical producido y protagonizado por Antonio Banderas y que supone la reapertura del Teatro Albéniz, nos ha cedido amablemente un texto que ha escrito sobre la obra.

 

 

Company, en el Teatro Albéniz

 

 

Por Ángel de Quinta

 

No es bueno que el hombre esté solo. ¿O sí? Esta es la premisa de la que nació uno de los mejores musicales contemporáneos (cuando decimos contemporáneos nos referimos a todo lo que ha venido después de Irving Berlin, Jerome Kern o Rodgers & Hammerstein), una obra maestra del recientemente desaparecido Stephen Sondheim, bueno, una obra de Stephen Sondheim, porque maestras son todas.

Es también el punto de partida del segundo gran musical que hace un año presentó Antonio Banderas en el malagueño Teatro del Soho, después del exitoso A chorus line (y la lista no ha empezado nada mal), uno de los shows más repuestos y versionados de Broadway que ahora llega a Madrid, a lo grande, de nombre Company. Y no llega a cualquier teatro, viene a reinaugurar el recién rescatado Teatro Albéniz. ¿Se te ocurre mejor idea para reabrir un viejo teatro amenazado por la piqueta urbanística? ¿Una mejor ocasión para volver a alzar un telón caído hace casi veinte años?

George Furth fue un dramaturgo norteamericano que escribió una comedia con diversos sketches sobre el matrimonio y sus des-ventajas, una obra de teatro coral en la que se irían desgranando historietas de parejas en horas altas y bajas, vamos, sobre parejas, así en general. Por azares de la vida este material cayó en manos de Stephen Sondheim, que ya tenía en su haber las letras de Gypsy y West Side Story más la composición completa de uno de sus hitos, A funny thing happened on the way to the forum (el Golfus de Roma que recientemente hemos visto en La Latina) y de una de sus joyas fallidas, Anyone can whistle, encendiendo la llamita de un posible proyecto musical sobre la idea original de Furth. O tal vez fue su amigo y productor de sus mayores éxitos Harold Prince el que vio el enorme potencial que había en este texto. Lo cierto es que, igual que de pronto van y se conjugan Mercurio, Júpiter y Saturno, Prince, Furth y Sondheim se juntaron dando a luz una comedia musical única por diferentes motivos.

Corría 1970, y los shows que brillaban en las marquesinas de Times Square y alrededores iban desde clásicos como Oklahoma o Candide, hasta propuestas renovadoras al estilo Promises, Promises o Hair, una auténtica revolución en el género. Parecía ser el momento oportuno para dejar atrás los prejuicios académicos y arriesgar con ideas frescas y nuevos conceptos. Y entonces llegó Company. Desde el momento en que no cuenta una historia lineal con planteamiento, nudo y desenlace, ya la cosa se sale de lo habitual. Tenemos un personaje en conflicto, Bobby, un solterón en su 35 cumpleaños (algo que hoy no tendría mucho sentido, a no ser que le sumáramos diez años por lo menos) al que sus amigos, la mayoría casados o con pareja, le dan una fiesta sorpresa. Eso mueve en él una cantidad de reflexiones, recuerdos y vivencias desordenadas que se irán agolpando en su cabeza a modo de viñetas en las que participa de forma activa o como mero observador. Deseos, miedos, anhelos, independencia, compromiso, soledad, compañía… entran en juego en la mente del protagonista, al que sus amigos quieren meter cuanto antes en el club de los ‘felizmente casados’, tal vez para encontrar ellos mismos un poco de consuelo ante el vértigo del «hasta que la muerte -o la vida- nos separe».

Son tantas las historias que acaban en un ‘the end’ con beso y campanas de boda que ya era hora de ver qué había detrás de ese supuesto final feliz, y de eso va esta comedia agridulce sobre la necesidad -o no- de estar acompañado, de tener alguien a tu lado que sea testigo de tu vida, además de co-pagador de tu hipoteca y padre o madre de tus hijos. Algo ante lo que Bobby se revela, aunque al mismo tiempo empiece a pesarle cada vez más echar el cerrojo al volver solo a casa del trabajo o después de haber ido de copas con sus colegas, una pandilla de neoyorquinos de clase media guarecidos en la envidiable estabilidad del matrimonio.

 

Las pequeñas cosas que hacemos juntos, la terrible monotonía de levantarte y acostarte siempre con la misma persona, el hastío de las citas a ciegas (hoy serían las app de contactos), el tener que consensuar cada decisión en tu vida, los hijos, la familia, el deseo que se escapa de puntillas lejos del lecho conyugal, todo lo que pudo haber sido y no fue o lo que podría ser pero no será jamás… envejecer solo o en compañía, ‘that’s the question’. Pero la verdadera cuestión es qué significa estar vivo, qué nos hace sentirnos vivos de verdad, qué hace que merezca la pena que alguien nos despierte de un plácido sueño a media noche, que vuelva a dejar la tapa del váter levantada o haga ruiditos al masticar, que merezca la pena perder la libertad completa y abrazar la ‘libertad condicional’.

Eso y mucho más es Company. Y no sería lo que es si no fuera por el conjunto de historias que hila con diálogos agudos e inteligentes, además de la cantidad de situaciones cómicas e irónicas que encadena (en las que muchos nos reconoceremos no sin algo de rubor), pero sobre todo, por encima de todo, si no fuera por sus canciones, las letras y las músicas con las que el autor conjuga sabiamente cada episodio, cada sentimiento. Desde The ladies who lunch -que llevan por bandera todas las grandes divas de Broadway- hasta Being alive, una estremecedora balada que rompe el corazón y los aplausos de los presentes… cada tema es un argumento en sí, y de cada uno se podría sacar una obra independiente.

 

 

No hace falta mencionar los premios que ganó tras su estreno (el Tony al mejor musical en 1971, entre muchos), ni la entusiasta reacción del público de la primera producción ni de todas las que le siguieron, ni la cantidad de estrellas que han pasado por cada reposición que de este moderno clásico se ha montado hasta la fecha. Por cierto, la última de estas se estrenó el año pasado en Broadway tras la interrupción pandémica de 2020, con la legendaria Patti LuPone en el reparto (tras haberla representado en Londres en 2018), en una original propuesta en la que por vez primera Bobby era Bobbie, dándole la vuelta a la historia del soltero reacio al compromiso, cambiándolo ahora por una soltera sin fronteras. ¿O es que no es bueno que la mujer esté sola?

Pero aquí, lejos de las candilejas neoyorquinas y muy cerquita de la Gran Vía, nos llega  un montaje insólito hasta la fecha, no solo por ser en castellano sino porque su protagonista, el nunca suficientemente alabado Antonio Banderas, se mete en el personaje principal con treinta años más, recordando desde el presente -a través de un prolongado flashback- aquellos días en que lo atormentaba la constante disyuntiva del sí o el no quiero. Todo por adaptar una de sus piezas favoritas -y de cualquier amante del musical de raza- a su momento presente, un momento dulcísimo en capacidad y creatividad por otra parte, ese momento en que te dices: hago esto ahora o no lo hago nunca. Valor se llama eso.

Aunque no está solo ante el peligro, que lo acompaña un plantel de actrices y actores de lo mejorcito de la huerta, escogidos a conciencia y curtidos a fondo en el mundo del musical patrio. Desde Marta Ribera a Carlos Seguí, desde Silvia Luchetti a Julia Möller, Dulcinea Juárez, Paco Morales y Lydia Fairén, entre otros, y con la dirección musical de Arturo Díez-Boscovich -que ya hizo un soberbio trabajo en A chorus line-, todo promete, jura incluso, en este espectáculo que el propio Banderas dirige y protagoniza (de forma absolutamente magistral) y que, de seguro, no va a dejar indiferente a casi nadie.

Y encima abriendo un emblemático teatro a punto de convertirse en otro hotel más -acto heroico solo comparable a las gestas del Cid- gracias a la infatigable Plataforma de Ayuda al Teatro Albéniz que ha logrado la calificación de Bien de Interés Patrimonial después de años de lucha por la causa. Gracias a los que han apoyado este empeño que nos reconcilia con los tiempos que corren a todos los amantes de la cultura. Y gracias a Banderas por involucrarse en el proyecto pisando él mismo las tablas de este recién restaurado escenario, en un musical único que nos hará reír, sonreír y tal vez soltar alguna lágrima de emoción. Se estrena el 17 de noviembre en el mismo local en que hace décadas se presentó otra obra cumbre del teatro musical, del mismo autor por cierto, la terrorífica Sweeney Todd.

Cuando se abre -o se reabre- un teatro, le dan las alas a un ángel, y si encima se abre con una pieza de Sondheim… ni lo duces, ¡corre a comprar tu entrada!

 

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