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Un gran animal nos ha tragado, nos mastica, nos fragmenta el cuerpo, su lengua húmeda nos zarandea por el gran agujero de sus fauces, el sonido es hueco, el aire está caliente, nos derrite, palpita como un corazón ardiente, nos convulsionamos. Nos traga, nuestro cuerpo fragmentado nos hace recordar la disección molecular, ahora somos partículas paseando por su garganta, entramos en un lugar hueco y oscuro. Nos transfiere al esófago, un tubo largo, la velocidad se apodera de nosotros mientras descen- demos por un tobogán. Repentinamente nos hallamos en el estómago y aquí nos transformamos en sustancias nutritivas simples, comenzamos el juego de la digestión.
Venimos de lo mecánico para entrar en el proceso químico, de moléculas más complejas a moléculas más simples. Aquí donde los jugos gástricos nos facilitan seguir este viaje dentro del gran animal, las encimas nos posibilitan nuestro paso hacia la transformación, atravesando la frontera somos absorbidos por las vellosidades intestinales. Somos la sustancia nutritiva del gran animal, la sangre corretea llena de nuestros nutrientes que hacen sentir el poder del gran animal, dando respuesta a la acogida en su interior, somos el jugo de su motor. Ahora nos aislamos en su intestino grueso, nos comportamos como residuos entrando en un estado crítico, vamos a ser defecados. Está queriendo expulsarnos y allá vamos con la muerte en los talones como en la película de Hitchcock, sintiendo una sobredosis de evasión y diversión por la posibilidad de salir de lo oscuro, ser mierda para ser vida. Renacemos.
