Borja Ortiz de Gondra: "Pensar que una temporada soy 'modernoso' y la siguiente soy casposo me resulta muy cómico, es no entender mi trabajo."
En El barbero de Picasso, que actualmente se puede ver en el Teatro Español, el dramaturgo Borja Ortiz de Gondra teje una comedia histórica con resonancias personales, políticas y artísticas.
En esta entrevista, el autor reflexiona sobre el legado de sus maestros, la transmisión generacional en el teatro español y el proceso de dar voz a figuras como las de Picasso o Eugenio Arias sin traicionar su humanidad. Con humor y profundidad, Gondra nos habla de escritura, memoria y libertad creativa en un montaje, dirigido por Chiqui Carabante y protagonizado por Pepe Viyuela, Antonio Molero, José Ramón Iglesias y Mar Calvo, que conecta pasado y presente con la ironía como hilo conductor.
Empecemos hablando de lazos: Uno de tus primeros profesores de Dramaturgia fue Fermín Cabal, de quien recoges el relevo para estrenar El barbero de Picasso en la sala Margarita Xirgu del Español, espacio dirigido por Eduardo Vasco, con quien también te une una relación profesional.
Creo que Eduardo lo ha hecho a propósito, él hablaba de la línea que quería marcar en esta nueva etapa del Español, que era el teatro de texto de autores españoles, y esta idea de que vamos pasándonos el testigo de unas generaciones a otras. Cuando ves quiénes han estrenado en el Teatro Español te hace sentir una enorme responsabilidad. En mi caso es especialmente conmovedor, porque yo realmente escribo por Fermín Cabal. Yo no tenía idea de escribir, realmente estudié dirección de escena en la RESAD y Fermín impartió un taller al que me apunté. Era un profesor terrible (risas), era muy duro, cogía las escenas y tachaba la mitad. Hice la primera parte del taller y luego me salió un trabajo en París, en el teatro de Odeón con Lluís Pasqual, y dejé el taller. Pero Fermín me mandó una carta que conservo como oro paño, donde me decía: “Bueno, está muy bien que te vayas, pero no dejes de escribir. Y termina esta obra que me has hecho dos escenas -esas escenas eran como unos ejercicios-, quiero leerla”. En París seguí escribiendo, y esa obra –Metropolitano– luego fue un accésit del Marqués Bradomín. He hecho mi carrera como dramaturgo gracias a que Fermín vio algo en mí, que yo mismo no había visto, así que es bonito este círculo que se cierra.

Esto remarca la importancia de que los maestros inspiren y motiven al alumno a continuar.
A mí, las dos personas que más me han ayudado a encontrar cómo se escribe o cómo puedo escribir fueron Fermín Cabal y Marco Antonio de la Parra, ambos me empujaron a encontrar mi propia voz. Y Fermín además me inculcó la pedagogía de acompañar al escritor que nace para que encuentre su propia voz. Llevo 12 años con los laboratorios ETC de Cuarta Pared, trabajando con dramaturgos muy jóvenes y siempre trato de que no escriban como yo, sino que escriban a su manera y ayudarles a que encuentren su voz. Un nombre que me viene mucho y que me parece una grandísima dramaturga, una de las mejores, es María Velasco. Con María tengo una relación muy especial porque estuvo en el primer taller que yo impartí, a partir de ahí tuvimos una relación estupenda. Después de mí ya hay dos generaciones de dramaturgos, yo pasé el testigo a María, pero María ya está haciendo talleres y descubriendo a gente nueva. A mí me interesa mucho mucha gente que escribe de maneras que yo no podría escribir nunca, que hace cosas muy diferentes. Creo que hay sitio para todos.
¿Cuál dirías que es tu voz teatral?
Me resulta muy difícil analizarlo porque creo que soy un dramaturgo que me he adaptado mucho al material con el que tengo que escribir. Sí que hay una serie de temas que vuelven siempre que tienen que ver con la violencia, con la manera de mirar el mundo, con el sentirse diferente; en mis obras siempre hay alguien que está en ruptura con el mundo porque no encuentra su lugar, porque está buscando una identidad que se le niega, pero en cuanto al estilo, no lo sé… De hecho, me resulta muy gracioso que, cuando hice la trilogía de Los Gondra y la autoficción, me acusaban como de ‘modernoso’, que esto no era teatro o que no sabía escribir. Y, sin embargo, ahora que estoy en el Teatro Español en una temporada como más de teatro de texto, dicen que es teatro casposo y antiguo. Pensar que una temporada soy ‘modernoso’ y la siguiente soy casposo me resulta muy cómico, porque me parece que es no entender que mi trabajo es ponerme al servicio de la historia que voy a contar.
¿Cómo llegas hasta esta relación que planteas en El barbero de Picasso?
La historia me la contó un productor, contaba básicamente que, en los años 50, en Vallauris, un pueblo del sur de Francia, Picasso se había retirado, y que iba a una barbería donde resulta que el barbero era español, Eugenio Arias. Son dos hombres que están en extremos opuestos a los que en principio no une nada, pero cuando empiezan a conocerse, resulta que los dos son exiliados republicanos, que no pueden volver a España y que tienen como una idea romántica de ese país del que tuvieron que huir y al que no pueden volver. Por otra parte, los dos son grandísimos aficionados a los toros, pero cada uno de un torero distinto y, además, son unos, digamos, ‘comunistas complejos’ porque el Partido Comunista, hasta los años 50, exigía una ortodoxia a la que ellos nunca se someten.
¿Qué es lo que te movió como creador a la hora de escribirla?
La historia me pareció interesante, porque en esa época -el año 2008- yo vivía en Nueva York, me habían salido varias cosas allí, pero sentía que vivir en Nueva York hacía que me alejara del teatro español. De hecho, no me llamaban y empecé a sentir que, si me quedaba mucho tiempo allí, me iba a convertir en esta figura del exiliado que está en tierra de nadie. Este fue el primer enganche: el añorar un país que a lo mejor ya no existe. La obra, aunque no se dice sucede entre 1950 y 1955, Picasso y Arias no han perdido la nacionalidad española, viven con pasaportes de la República Española. Después de la Guerra Mundial las cosas empiezan a bascular en el contexto internacional, Franco parece que va a conseguir que España entre en la ONU y si las potencias empiezan a reconocer el régimen de Franco, esos pasaportes de República dejarían de valer, convirtiéndolos en unos apátridas.
Luego está esta idea de que uno puede tener unas ideas, en su caso muy progresistas para la época, pero al mismo tiempo pertenecer a un partido te exige una ortodoxia. ¿Y qué pasa cuando tú tienes una serie de ideas, pero no compras el pack completo de esas ideas? ¿Puedes tener tu adhesión, pero una adhesión crítica? Y, luego, a nivel personal me interesaba mucho el tema del arte contemporáneo y la escultura de la cabra de Picasso, que es una escultura hecha solo con desechos que está en el MOMA, un símbolo que luego sale mucho en la función.
Más allá del tema, es una comedia, ¿qué tipo de humor tiene? ¿Desde dónde lo has abordado?
Siempre digo de broma que, como siempre me hago estos dramones de vascos, nadie se imagina que soy muy gamberro y que hago mucho humor en mi vida. Una cosa loquísima, como te contaba, que es detonante de la función es cuando el Partido Comunista decide regalarle a Picasso una cabra viva porque han escuchado que él ha hecho una escultura de una cabra con desechos y que le gustaría ver cómo se relaciona ‘la realidad con el arte’. Y fue un desastre porque la cabra se cagaba por toda la casa y Picasso terminó regalando la cabra viva porque no funcionaba como él creía. Es un detalle que me hizo gracia y de ahí sale la función. La comedia consiste en qué pasa con esa cabra viva, por qué se la regalan y el lío que pasa cuando se la regalan. Es una comedia que se toma muchas libertades con respecto a la historia real porque creo que lo importante no es dar una lección de historia, sino contar un momento y contar algo que no se ha contado mucho. Es una comedia simpática, pero por debajo estamos contando un momento histórico. Al escribir sobre Picasso, mi principal temor era que esto sonara a reconstrucción histórica, a cartón piedra. Lo que se van a encontrar es un ser humano como todos. Los grandes intelectuales o los grandes artistas, no están las 24 horas del día siendo ocurrentes y brillantes, en el día a día son como los demás.
¿Cómo es encontrar la ficción, sin traicionar un personaje tan conocido?
Pepe Viyuela, que está extraordinario, lo decía en una entrevista: “Que nadie venga a verme a hacer el Picasso que te imaginas. No estoy imitando a Picasso. No estoy tratando de ser el Picasso real. Soy una imagen de Picasso, pero pasada por nuestro filtro”. Quizás el cine exige más realismo, pero el teatro es otra cosa. No va caracterizado de Picasso, no hemos tratado de reproducirlo porque creo que, además, y eso es un empeño mío, el teatro no debe ser mimético. Esta es una historia cómica de exiliados y de cómo el arte contemporáneo tiene que ir luchando contra resistencias, pero no hacemos una reproducción absoluta ni de Picasso ni de Arias, ni siquiera de la barbería. La escenografía no es la barbería original.
¿Y cómo está planteada la escenografía?
Es muy espectacular. Yo había escrito que todo ocurre en la barbería de Arias, en una barbería de los años 50. Cuando la escribí, tenía una foto de la barbería auténtica. Pero aquí la barbería es como un barco varado que se está hundiendo en medio de Francia. La escenografía es una gigantesca bandera francesa con una especie de balsa de la Medusa, una balsa en la que están los sillones. Es una escenografía muy metafórica, nada realista. Estoy muy cómodo con eso, acepto perfectamente que haya una distancia entre la propuesta de escritura y la propuesta escénica. Entiendo que el texto es una parte fundamental del espectáculo, es el punto de partida, pero si no, ¿para qué me sirve tener actores y un director, si van a hacer lo que yo ya he hecho?
¿Qué diferencias hay entre lo que fue el texto original y lo que ahora llega al Español?
Soy un gran convencido de que el texto publicado es una cosa, y ahí está el libro. Pero para mí, en los montajes manda el escenario. Es fundamental tener unos grandísimos actores como son Antonio Molero y Pepe Viñuela y un director respetuoso como Chiqui Carabante. Yo me presto a que en los ensayos el texto se modifique y cambie. Si veo que es coherente con el montaje, no tengo ningún problema. En este caso, Chiqui no solamente es director, sino que también es dramaturgo, y está muy acostumbrado. Sí que ha cambiado cosas, algunas me las ha consultado y otras han ido surgiendo en los ensayos. En este caso entiendo que es un director que está al servicio de la obra y que es respetuoso con lo que cuenta, y ahí doy mucha libertad, pero la libertad exige confianza y respeto.
¿Cuando escribes piensas en las limitaciones de la puesta en escena o te sientes libre de crear según lo que dicta tu imaginación?
Evidentemente, no puedo escribir el vacío, cuando escribo la escena, tengo en mi cabeza una puesta en escena ideal, imagino lo que está pasando, donde está ocurriendo, aunque eso no necesariamente se refleja por completo en la escritura. En la escritura aparece lo que me parece indispensable para que se entienda lo que está pasando.
Algo que he aprendido dando clases de dramaturgia es a evitar la sobreescritura de diálogo. Creo que el principal problema que tenemos los dramaturgos es pensar que todo se tiene que decir, pero me parece importante no tratar de sobre-explicar con palabras, un gesto o una acción permite suprimir una página entera. De hecho, tengo un ejercicio que hago con los alumnos primerizos, que es duro pero que enseña mucho: Les pido que escriban seis páginas, muchas para una escena, y cuando me la entregan le digo: “vale, arranca las cuatro primeras. ¿Qué pasa si la escena empieza en la página 5?”. Lo que pasa es que, en las cuatro primeras páginas, has estado contando para explicar los antecedentes, pero el conflicto empieza en la quinta. Esto me lo aplico a mí mismo muchas veces. Cada vez me gusta más no contar el trasfondo de la escena y de los personajes. Creo que los buenos actores son capaces de contar eso. De hecho, los actores se ríen mucho porque dicen: “es que en tus escenas nunca entra alguien y dice, ‘hola, buenos días’”. No, yo esto lo quito. Me gusta mucho que las escenas siempre estén empezadas. Que llegues a la escena y ya estén discutiendo. Como espectador, si las obras son muy habladas y se explican las cosas los unos a los otros, no me interesa.

¿De qué manera la obra apela al espectador del 2025? Si es que tiene que hacerlo…
Yo creo que las obras evolucionan y cuentan el ahora, aunque tú no quieras que evolucionen. Cuando haces estas obras, tú no puedes sobreimpresionar tu ideología ni tu mentalidad de hoy, tienes que ser respetuoso con la mentalidad de la época, con lo que ocurría en 1950. Por ejemplo, una parte importante de la obra gira en torno de la tauromaquia, ellos son fanáticos de la tauromaquia, en aquella época no era ningún problema. A día de hoy, hay un debate social sobre ello, pero nosotros no vamos a entrar en ese debate, pero sí que esto resuena de alguna manera, hoy se lee de una manera totalmente distinta, y eso lo que hace es que el texto esté vivo. Hoy, por ejemplo, diríamos que Picasso estaba al borde de ser un maltratador. Tenía unas relaciones muy complejas y complicadas con sus mujeres, las usaba como pañuelos, cogía una y tiraba otra, tenía dos amantes al mismo tiempo que tenía una mujer. Es decir, hoy sería muy complicado defender su manera de tratar a las mujeres. Tal y como lo hacen los actores, se ve que hay una crueldad que nos resulta difícil de ver. Es decir, todo eso está muy sutil porque, insisto, es una comedia, pero se ve. Me parece que, si haces una obra que ocurre en 1950, es ridículo poner a los personajes a hacer las cosas con los valores de hoy. Lo que me parece interesante es ver cómo era eso en esa época y cómo nos choca o nos chirría hoy.
También hablabas del tema político de la época, de la ortodoxia de los partidos, que tampoco ha cambiado mucho. Ellos, aunque militantes, son críticos con su propia ideología, algo que sigue costándonos ahora…
Es muy sutil, no aparece tanto en la función, pero creo que ahí hay algo que puede conectar con el hoy, que es esta polarización en la que vivimos. Uno es de un lado o del otro. Hay esta cosa como de ‘Hooligans’ en la política, nos comportamos como si fuera nuestro equipo de fútbol, o sea, ‘¡Manque pierda!’ vas a asumir todo lo que dice tu ideología o tu lado del espectro político. En la función hay algo que se entiende de que ellos luchan por romper las costuras. Y creo que es algo que también nos debería hacer reflexionar. Uno puede tener las ideas que sean, pero no necesariamente todo lo que hace ese partido, o ese movimiento al que sigues, tiene que parecerte bien. Uno puede tener la conciencia de criticar eso que son como tus compañeros de viaje.
Comentas que te gusta estar al tanto de lo que hacen las nuevas generaciones de creadores. ¿Qué es lo que ves? ¿Cómo vienen?
Se está convirtiendo en un tópico, pero noto que la dramaturgia española, y digo española, no en español, que no es lo mismo, está en un momento brillante, de eclosión. Hay muchísima gente escribiendo muy bien. Creo que, por fin, se ha instalado la costumbre de hacer obras de autores vivos, tanto en el teatro público como privado. ahora ves la cartelera y ves que se hace sobre todo autores vivos que escriben en español. A veces hay una sobreinflación, porque ahora es relativamente fácil estrenar, lo que es duro, y eso es lo que recibo de mis alumnos, es mantenerse. Es decir, la primera obra, aunque sea en teatros muy pequeños, vas a conseguir estrenarla. Lo que es difícil es mantener una carrera. De hecho, estamos viendo que muchos dramaturgos y dramaturgas muy brillantes terminan pasándose al audiovisual porque es lo que da de comer.
En cuanto a las estéticas, bueno, me parece que, gracias a Dios, hay una enorme diversidad. Hay muchos tipos de escritura, desde una muy comercial a textos super radicales que están como en el límite entre el teatro y la performance. Me parece muy bueno que no haya una línea dominante. Sí que me parece que entre los jóvenes hay una preponderancia de lo escénico sobre lo textual.
Un fenómeno que también se está imponiendo mucho es la no división de funciones. Es decir, hay mucha gente que escribe y dirige su propio espectáculo. Esto es una figura que era inusual antes y que ahora es prácticamente la que está dominando entre los jóvenes. Y veo que esa escritura es una escritura muy escénica, que muchas veces descuida la palabra por dar cuenta de lo escénico. Veo menos voluntad de trabajar la palabra, de trabajar el texto como arma. Los veo muy anclados en lo escénico que, por otra parte, está bien porque es una manera de sacudir la escritura. A mí se me hace difícil porque vengo del texto puro y duro y pienso que el texto tiene una vida, pero ellos se lo plantean de una manera muy orgánica.