Mil amaneceres
Por Alberto Morate
En la mañana de hoy recibo la noticia, triste suceso, de que se ha roto para siempre mi amigo, mi casi padre, mi protector, mi maestro. No importa el tiempo transcurrido desde que no nos veíamos. La cuestión es que tengo que ir a darle el último adiós y agradecerle que soy quien soy ahora por estar a su lado durante Mil amaneceres y más, posteriormente. Han pasado los años y un bululú, el autor/actor Benjamín, y el intérprete actual, Carlos Manrique Sastre, acude al Hospicio donde lo dejó hace ya varios años. Su gran amigo no podrá responderle. Pero el representante nos contará sus peripecias desde aquellos mil amaneceres desde las galeras, y lo que vino después por los caminos. El siglo XVII.
Lope de Vega, el Fénix de los ingenios, que eclipsó a todos los demás autores, pero que haberlos, los hubo. Es lo que nos cuenta José Luis Alonso de Santos, que enlaza esta pieza monologada con aquel «Viva el duque, nuestro dueño», cuarenta años después. Convierte una relación de amistad en un recorrido por aquel siglo de oro farandulero, donde se extendía el amor por el teatro. «Porque el teatro, no puede explicarse», hay que verlo, sentirlo, hacerlo nuestro.
Hace poco leí que lo que nos diferencia de otras especies, es la capacidad de contar historias, la imaginación, la abstracción para imaginar hechos y sucesos. Y aunque estén basados en la realidad nos fascina entretenernos con eso. José Luis Alonso de Santos sabe de su oficio, el teatrero, como sabían entonces, y experimenta, y nos hace viajar en el tiempo, conoce la época, domina el lenguaje, el tempo, los recursos lingüísticos y teatrales, pareciera que viene de aquel tiempo. Podría decirse que es un hombre del barroco, pero en este momento.
Y Carlos Manrique le coge el pulso, sin urgencias, necesariamente dividido en varios personajes para que nos quede claro quién es el que cuenta el cuento en ese momento. César Gil, el director, lo dirige con la identificación necesaria en el cariño, participando de ese encuentro que ya no es tal, pero sí con los espectadores que atendemos a cada historia, a la trayectoria seguida por estos personajes tan humanos que parecen nuestros.
Hay espontaneidad sin impostación, emoción, enriquecimiento de lo que está sucediendo. La palabra, el testimonio, la complicidad de dos personajes, aunque solo veamos a uno, expresión eficaz y contundente del buen hacer y de hacernos partícipes de ello.
Cuando hay grandes creadores y grandes intérpretes, (eso es lo que nos diferencia del resto de seres vivos), el conocimiento del pasado y la audacia para inventarse nuevos argumentos, nos sentimos pletóricos, inmensamente satisfechos.
Indispensable, como un alimento.