Por Pilar G. Almansa / @PilarGAlmansa
Despedíamos 2018 con una perla de la relación entre la realidad y la ficción, ‘Let Me Be Frank’, un vídeo en el que Kevin Spacey, no sin cierta ambigüedad deliberada, parecía usar al personaje de Frank Underwood como medio para articular su defensa ante los cargos de agresión sexual a los que se enfrentaría pocos días después. El otoño también enfrentó a aquellos que clamaban por ver la última película de Woody Allen, el genio, al que tantos grandes momentos le debemos, y los que respiraban aliviados de que, por fin, una conducta reprobable tuviera consecuencias reales. Del mismísimo Monte Olimpo se cayó rodando Jan Fabre tras las acusaciones de abuso y trato vejatorio por parte de su elenco, y en los 800 elegidos se despertaron emociones conflictivas: ¿puedo disfrutar del arte de alguien que es un violador, un maltratador, un abusador, un criminal?, con respuestas tan singulares como cada uno de ellos.
Me parece importante abrir el año con esta pregunta, porque creo que en estos análisis se mezclan dos aspectos, invisibilizando ambos, y es necesario separarlos para comprender la auténtica dimensión del problema. Por un lado, el mero hecho de pensar que un criminal no puede ser un artista presupone que, de alguna manera, las personas somos compactas y unívocas: en definitiva, es un planteamiento maniqueo. La propia representación de la realidad juega un gran papel en esta generalización. Justamente uno de los problemas para que un hombre se reconozca a sí mismo como un violador es que, en su imaginario, este es poco menos que un ser oscuro, enfermo y pequeño, feo, que delira permanentemente con asaltar mujeres en callejones tenebrosos. Nada más lejos de la realidad. Un violador es una persona normal con un problema en su conducta sexual, que procede de sus esquemas cognitivos. Evidentemente, un violador llora, ríe, es simpático, se esfuerza, le duelen las ofensas y se preocupa por sus seres queridos. Y en todo ese abanico de posibilidades, claro que puede ser un ser extremadamente talentoso. Puede crear algo conmovedor, emocionante, hilarante, hermoso. Porque es un ser humano y participa de todas las características de su alma.
El problema aquí es que durante años se ha permitido tácitamente, justificándolo desde la ‘genialidad’, el ‘arte’ o el propio funcionamiento de la industria, que ciertos comportamientos delictivos no acarrearan ningún tipo de consecuencia a aquel que los perpetraba. Y la consecuencia no tiene que ser exclusivamente penal: hablo de recursos, prestigio y visibilidad. Creo que si en lugar de acusar a cualquiera de los arriba mencionados de un delito relacionado con la sexualidad, habláramos de tráfico de drogas, por ejemplo, nadie dudaría: un narcotraficante no debe recibir ayudas a la creación, ni ser programado en espacios públicos, ni copar las páginas de cultura de un periódico con entrevistas-loa sobre su talento y su clarividente visión del mundo.
Que un delito sexual empiece a provocar la caída de carreras artísticas es un fenómeno completamente novedoso, que se cuestiona porque se obvia, como se hace siempre en la cultura, las condiciones materiales de producción. Nadie duda, o yo al menos no lo hago, del talento de un artista condenado a prisión, como Bill Cosby: lo que resulta cuestionable es que la sociedad no haya sido capaz, hasta ahora, de encontrar mecanismos que impidan su acceso a espacios de prestigio.
Ha habido y hay mujeres y hombres de igual o mayor talento que ellos, y que no abusan de nadie ni para sentirse bien consigo mismos, ni para ejercer el poder, ni para satisfacer ningún deseo sexual. ¿No deberían ser ellos los que sí consigan reconocimiento y recursos? Seguro que también son capaces de conmovernos con sus historias, sus interpretaciones, sus imágenes… y, además, como consumidores de cultura, ya no tendríamos que pasar por el desagradable trago de admirar el arte de un criminal.