Por Pilar G. Almansa / @PilarGAlmansa

 

Que el parlamento de cualquier país es un escenario, literalmente, no es nada nuevo. Que la política tiene mucho de espectáculo, tampoco. Ahora bien, que extractos de las sesiones de control en el Congreso de los Diputados iban a ser virales en YouTube nadie podía preverlo. Llegó la crisis, nos sacó del letargo y varias generaciones empezaron a apasionarse por asuntos tan áridos como los Presupuestos Generales del Estado, las competencias autonómicas o los entramados financiero-político-judiciales. Queríamos saber por qué no llegábamos a fin de mes y pensábamos que la respuesta estaba en el hemiciclo.

 

Pero las leyes del espectáculo son, posiblemente, las únicas que la sociedad respeta de forma natural, sin que una autoridad externa vele por su estricto cumplimiento. Cada época tiene sus espectáculos dominantes, que marcan la pauta a los demás. Y nosotros llevamos casi dos décadas de siglo XXI, marcados espectacularmente por el nacimiento de la telerrealidad.

 

El primer Gran Hermano se emitió en 1999 en Holanda y, además de proliferar como franquicia, ha sido el origen de múltiples formatos con la misma premisa: gente real en situaciones reales que compite entre sí por el favor de la audiencia. Casi 20 años de realities han hecho que el formato evolucione hacia el barroquismo: la gente “real” cada vez es más friki, las situaciones “reales” cada vez más guionizadas y estrambóticas, y el favor de la audiencia se consigue retorciendo ambas “realidades”. El personaje (personajillo, personajazo) está por encima de la “trama”, porque es lo que permite al espectador apasionarse, sentirse superior o compadecer: en definitiva, emocionarse. Las redes y el clickbait, de aparición posterior, fomentan la descontextualización, la ausencia de visión de conjunto y la compulsión irreflexiva en la difusión de información. El público, en última instancia, es permanentemente apelado, mediante votaciones, likes, videochats…, lo que genera la sensación de participación y pertenencia a una comunidad. Y todo ello, a través de los dos canales de mayor implantación en la sociedad: la televisión e Internet.

 

Estas son las leyes del espectáculo de nuestra era. Son las que gobiernan el Congreso de los Diputados. Por eso hablamos sobre los exabruptos de Gabriel Rufián y no sobre el trabajo de cualquier comisión o subcomisión del parlamento. La política se pliega, como siempre ha hecho, a la única ley que está por encima de la Constitución.

 

Paradójicamente (o quizá no), los profesionales del espectáculo carecemos de una legislación bien organizada, ajustada a nuestra realidad laboral; la sociedad cada vez valora menos nuestro trabajo y está dispuesta a pagar menos por él; las artes, herramientas imprescindibles para decodificar los signos espectaculares, se reducen a su mínima expresión o desaparecen en el currículo escolar. La disciplina que configura tono y forma de cómo se resuelven los asuntos de la polis es poco menos que una de las más denostadas jurídica y socialmente. ¿Casualidad?

 

No me gusta formular hipótesis, atribuyendo premeditación y alevosía por parte de los poderes fácticos a algo que puede que sea, simplemente, una dinámica social. Pero algo sí me atrevo a formular algo con rotundidad: la calidad política de un país, de una sociedad, depende directamente de las leyes de los espectáculos dominantes. ¿Quieren mejorar las leyes en el Parlamento? Pues preocúpense de cambiar las leyes del espectáculo.