Para mí, la materialización de lo psicotrópico en cine no es Trainspotting ni La naranja mecánica: a ambas, a todas, las supera El congreso, de Ari Folman. En ella, Robin Wright interpreta a una actriz en horas bajas a la que su estudio le propone un contrato tentador: digitalizar su imagen para que puedan utilizarla a su antojo, por lo cual le darán una sustanciosa suma de dinero. Wright no tiene opción y acepta. Tras su transformación en imagen digital, es invitada a un congreso en el que el mundo es, literalmente, un reflejo de sí mismo. No les revelo más, por si están suscritos a Filmin y se atreven a adentrarse en este relato visionario y aterrador.
Sí, aterrador, porque hace diez años Folman ya previó lo que está pasando ahora en la industria audiovisual. La inteligencia artificial, los ‘deep fakes’, la traducción simultánea con voz original… Todo eso y más es el mundo no es el futuro: está aquí y constituyen técnicamente un robo a la humanidad. Estos programas sintetizan décadas, siglos, de acumulación de conocimiento, innovación y creatividad realizada por millones de seres humanos. No es posible HeyGen sin la piedra Rosetta, ni Chat GPT sin los amanuenses medievales, ni FaceMagic sin Leonardo Da Vinci. Es decir; los programas de creación de contenido textual, auditivo o visual solo pueden alcanzar el grado de sofisticación de los referentes humanos que se les han introducido para parametrizar su funcionamiento. Su límite somos nosotros.
Sin embargo, de nada vale volverse un ludita de los algoritmos. La historia nos demuestra que la tecnología, una vez está creada y difundida, va a ser usada, nos guste o no. Debemos agradecer a la inteligencia y unión de los guionistas y actores de Hollywood que se hayan sentado precedentes para que ahora seamos los seres humanos los que pongamos límites, no tanto a la tecnología, sino al uso despiadado y avaricioso de la misma por otros seres humanos.
Pero hay un asunto que va más allá del dinero y el latrocinio: la adicción del usuario a la fantasía de lo que no existe. Folman materializa visualmente como no había visto nunca cómo satisface la necesidad de evasión de las personas la visión de otros y de sí mismos desde la irrealidad más absoluta. Eso no lo podemos controlar. Y ahí es, en esta reflexión, donde entran las artes escénicas, insoslayablemente físicas y materiales, que pueden acoger en su modelo cualquier tecnología, pero que pierden su ontología comunicativa cuando no existe la copresencia entre emisor y receptor. ¿Cómo nos situamos dentro de este entramado creativo, industrial y de público? ¿Cuál es nuestra relación con la IA, si es que ya existe, o cómo debería ser si aún no se ha dado? ¿Cómo podemos impactar con las herramientas artísticas y comunicativas de las que disponemos?
No tengo respuestas, sólo preguntas y una certeza: la comunicación mediada es el paradigma dominante. Todo lo que ocurre en esta nos debería obligar a nosotros a reflexionar y reformularnos, y creo, con humildad, que como sector no lo estamos haciendo.