En la soledad de un taller de cestería, Ester Bellver alumbra las últimas másCaras de la temporada, la más extraña temporada de nuestras vidas. No dejemos que las mascarillas nos hagan olvidar la máscara, palabra de origen difuso que lo mismo remite en su etimología a la bruja, al impostor, al prósopon griego (caretas que los actores llevaban y que les ayudaban a proyectar la voz) y de ahí a la persona (per-sonare, para que re-suene), hasta llegar al personaje. Gracias Ester por todas tus másCaras.
Por Ester Bellver / @esterbellver
Media tarde, el sol entra por la ventana. El vuelo de una mosca cruza la quietud en la que se sumerge esta habitación: un taller de cestería en el que se respira un fuerte olor a esparto. La pared de mi izquierda está forrada con un enorme mural de madera contrachapada del que penden infinidad de herramientas: mazas, sierras, serruchos, alicates, martillos, hoces, cuchillas, tijeras, canales, formones, punzones… Bajo él, en el suelo, varios cestos repletos de cuerdas de diversas texturas, colores y calibres. La de mi derecha está recubierta con grandes estanterías en las que se apilan decenas de cestos de todos los tamaños, formas y materiales: mimbre, caña, juncos, juncia, láminas de madera, esparto, palmito, cortezas de abedul. Por delante de ellas, una máquina antigua de hacer tireta (*) y un banco de madera que se utiliza para labrar las láminas de castaño. La que queda a mi espalda está destinada a almacenar un buen montón de fajos de mimbre y la que tengo de frente, además de la ventana, tiene un par de carteles que anuncian exposiciones pasadas de cestería. En medio de todo esto, caídos en un mundo tan extraño como el que doy por normal, estamos mi ordenador y yo tratando de imaginar las últimas másCaras de la temporada. No sé cómo ha sido, si con el vuelo de la mosca o qué, el caso es que me he distraído un rato de aquello en lo que andaba inmersa y me he puesto a contemplar las cuatro paredes que me rodean: una singular escenografía que el poso de… ¡vete a saber los años! y el día a día de la actividad que aquí realiza el amigo que nos acoge, han ido pergeñando. Y yo, “la del teatro” -me pregunto-, ¿cómo es que en lugar de en un escenario teatral he terminado recalando aquí? Según formulo la pregunta siento cómo un gran resplandor ciega mi vista. Se trata del último rayo de sol del día, un poderoso haz de luz dorado que entra por la ventana recortando las alargadas sombras que proyecta en el suelo la reja del balcón. Cestos, cuerdas, estanterías, carteles, herramientas y yo nos vamos desvaneciendo en la oscuridad para convertirnos en los privilegiados espectadores de esa mágica danza que solo desvela un contraluz: son incontables las incendiadas motas de polvo que, suspendidas en el tiempo, parecen planear ajenas a él. Muchas, la mayoría, no tienen cara ni nombre, pero en algunas de ellas reconozco a Juan, Lola, Julia, Carlos, Querida, La mujer de mal vivir, Alguien, Esteban, Adolfo, Jaime, Guardia, Dolores, Soledad, Consuelo, Fernando, Mariposa de alambre, Maquilladora, Escritor suicida, Celestina, Olvido… las distintas mascaritas que han ido interviniendo a lo largo de tres temporadas en la sección ‘másCaras’ de la Revista Godot y que ahora, en el ocaso, las descubro encontrándose y desencontrándose unas con otras en infinitas combinaciones que a su ritmo marca el azar. El sol se mete y con él -al menos por hoy- termina la farsa.
* Tireta: tiras de mimbre.