La cabeza del dragón

 

 

Por Alberto Morate

Foto: Bárbara Sánchez Palomero

 

Homenaje a Ramón María del Valle-Inclán. Ese señor tan sesudo y serio que nos mira displicente detrás de sus antiparras, sus barbas luengas, su báculo enhiesto y brazo ausente.

El creador del esperpento y las comedias bárbaras, de los retablos de la avaricia, la lujuria y la muerte, también escribió esta Farsa infantil de La Cabeza del Dragón, de la que hoy nos recrean el equipo del Centro Dramático Nacional bajo la dirección de Lucía Miranda.

A mi modo de ver, se habla mucho de Valle-Inclán, pero se le representa poco. Cierto es que no es sencillo, pero no podemos perdernos los textos e historias de este dramaturgo y escritor fundamental en la literatura del siglo XX.

Bajo su sátira de la sociedad de entonces, uncidos amargamente por su «lado cómico en lo trágico de la vida». Celebra no querer ser mediocre en un mundo de anodinos. De esta manera, magistralmente, va ofreciéndonos su preceptiva.

Y con la licencia que él mismo otorga para no caer en la desidia, nos ofrecen en el Teatro María Guerrero un envolvente regalo teatral de títeres humanos, de marionetas de carne y hueso, de actualidad trasladada a nuestro entorno más cercano.

Hay que cortarle la cabeza al dragón que quiere engullir princesas para oprobio de su propio poder y que nos sometamos a sus designios. Si no hacemos nada, irremediablemente, nos quedaremos en el medio. En el medio de la nada, de las sombras políticas y facinerosas, de los pecados que nos quieren imputar, de los recuerdos atormentados. Sigue habiendo olor a orín, a óxido, a caspa, a flatulencias de los poderosos.

Príncipes que no cumplen su palabra, devocionarios de reglas mal redactadas, jaculatorias milagrosas, trampas para bufones y buenas personas. En un ambiente de jarana y algazara, la Compañía nos canta, nos baila, nos circunda, provocándonos la hilaridad de quien abre ventanas y respira a pleno pulmón, y grita, y ríe, y si hay que matar a las moscas, se las aplasta y punto.

Contumaz puesta en escena donde no se mantiene el error, sino que se buscan remedios para entresacar la frescura de lo prohibido, para mantenernos con una sonrisa despiertos e ir en contra de lo establecido asesinando la memoria de lo tradicional y costumbrista.

Se abren palcos, balcones, puertas, pasillos, y un don Ramón dorado que estaría disfrutando de esta farsa, de este juego escénico, de esta locura precisa, donde a los príncipes hay que educarlos en el respeto hacia lo que ellos denominan vulgo y donde los temerosos deberían ser ellos.

Deliberado homenaje que nos libera a nosotros.

 

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