Las másCaras de Godot
Es maravilloso encontrar estas 33 miniaturas encapsuladas juntas en un libro. Lo digo sin asomo de falsa adulación. Porque la memoria es realmente caprichosa, cuando no directamente una traidora. Yo me leía mes a mes las másCaras de Ester antes o después de colocarlas en la maqueta de la página 4, 6 u 8 de la Godot, según tocara. Las leía, las saboreaba, las tragaba y las olvidaba. Eran como un dulce a media tarde, que te alegra el paladar un momento pero al rato estás pensando en la cena. Y sin embargo, ahora, al leerlas juntas, ha sido como un bofetón de realidad, para nada doloroso, no vayan a pensar. No, no. Vamos a ponerle positividad a esto: leer las 33 másCaras del tirón ha sido una caricia delicada, una aventura sostenida durante, no sé, 3 o 4 horas, un placer tranquilo que deja su poso, un retrato genuino y un relato de un tiempo alejado de tendencias: todo lo que nunca imaginé que pudiera estar tras estos pequeños textos cuando los iba despachando mes a mes llevado por las prisas de lo que supone sacar una revista cada 30 días a la calle. Así que solo puedo felicitar a Ester por decidir reunirlas en un libro y aplaudir a Julio por llevar este libro a la imprenta y luego a las librerías.
Parece mentira que hayan pasado 5 años, que en realidad no son tantos, pero parece que ya vivimos en otra vida, en otro mundo. Al mismo tiempo que se inauguraba el espacio de las másCaras de Ester en Godot, la revista lanzaba su edición en Barcelona, en plena crisis del famoso referéndum de octubre de 2017. La aventura de Barcelona no duró mucho, un año y medio a lo sumo, pero en Madrid seguimos contra viento y marea, y con Ester a bordo. Políticamente este país ha vivido una década de lo más movidita y la pandemia vino a ponerle el broche de oro, si me permiten el sarcasmo. ¿Qué más nos podía pasar? Ay, qué pregunta más ingenua. Siempre puede pasar algo más y algo peor. Pero los grandes acontecimientos que narran los medios masivos y todos pespunteamos con opinión propia y ajena en las redes son, en realidad, una mínima parte de lo que ocurre. Lo que le pasa a las personas en su día a día no lo cuentan los periódicos, lo cuenta gente como Ester Bellver cuando dibuja con apenas 500 palabras el pequeño universo propio de unos personajes que pueden ser cualquiera de nosotros, de nuestros padres, hijas, tíos, abuelas, vecinos, compañeras… ese misterio insondable de los nadie que somos todos y todas.
¿Qué otra cosa son, si no, las máscaras? Son la argucia teatral asumida para, siendo otro, representar eso íntimo que no dejamos ver en según qué contextos sociales. Hay muchas más caras en nuestra personalidad que ese solo rostro que podría ser espejo del alma. No, qué va, nadie interpreta un solo papel en esta gran escena global. Muy al contrario, jugamos a diario pequeñas ficciones, pequeñas imposturas para burlar una realidad determinada, escaramuzas obligadas que nuestra especie ha establecido como medio para la convivencia. Si todos dijéramos la verdad todo el tiempo, nos habríamos extinguido ya, ¿no creen? Quizás los actores y actrices son seres adelantados por ser expertos en portar la máscara, en ponérsela y quitársela con una destreza envidiable, pero dentro de un aparato codificado y re-conocido que establece un pacto entre el que hace y el que mira, eso que llamamos teatro (o sus derivados contemporáneos). Esta colección de naipes de Ester Bellver, esta baraja de posibilidades para entender la existencia, estos arcanos de un tarot de mística diáfana, combinan un incontestable poder de observación que extrae las esencias de lo inadvertido con una deriva literaria ingeniosa y risueña. Kafka dijo que la literatura es siempre una expedición a la verdad y Roberto Bolaño que el humor es lo más parecido a la felicidad, la revolución y el amor. Algo de todo esto se encuentra en esta sucesión de perlas cultivadas con la persistencia del tiempo.
También hay una relación de realidades que dibujan un concreto sobre el que nunca es demasiado lo que se habla, lo que se sabe. Las realidades de los propios actores y, sobre todo, las actrices, seres tan poderosos como frágiles, tan arrolladores como vulnerables, de tanta presencia hoy como volatilidad mañana. La autora, como actriz que es, lo conoce bien y su capacidad de fábula en estas lides es muy poderosa. Ahí nacen fantasías como la de ese actor con un revólver en la mano que inaugura una cadena infinita en la que cada espectador sustituye al intérprete cuando se le dispara desde el patio de butacas; o esa actriz que solo encuentra la fuga por la trampilla del escenario para salirse del guión; o esa otra actriz de 50 en paro que espera la llamada que le ofrezca por fin los grandes personajes pendientes y la única que llama es la propia autora -revolcón pirandelliano, ironía fina- para decirle que le ha inspirado una de estas másCaras.
Ester Bellver se atreve en otras cartas de la baraja con jergas lejanas y personificaciones de objetos: la conversación con un viejo espartero, por ejemplo, es como un viaje de regreso al tiempo previo a la mutación antropológica que llegó con el consumismo; el pequeño cuento de los lápices, rotus y bolis desahuciados, tragicomedia de escritorio; o esa deliciosa sinfonía en la que empieza hablando el Sol y terminan a coro hablando la ducha, la ventana, el corazón, el acordeón, el estómago o una lagrimita (esta me gusta especialmente). También hay amantes confusos y pasiones tardías, y homenajes, al padre, a las madres, a los amigos perdidos, a los oficios teatrales. Dibujos de esos que en cuatro trazos y alejándote un poco del papel, revelan de pronto las dimensiones de un tiempo que nos parece a muchos cada vez más ajeno, como le pasa a Esteban en una de las másCaras, que se llama, precisamente, Ajenos.
Se va destilando una pregunta existencial a medida que se avanza en la lectura, una pregunta que parece residual porque nos estamos entreteniendo, porque nos estamos riendo o sintiendo de pronto un golpe de melancolía, porque alguna pirueta textual nos deja boquiabiertos, una luciérnaga poética brilla con toda su belleza nocturna o porque un giro final nos descoloca. Pero esa pregunta está ahí, sobre todo a medida que llegamos a las últimas másCaras, las que rubrican la llegada de ese terremoto pandémico que lo iba a poner todo patas arriba. De hecho, Bellver demuestra tal lucidez en estas últimas piezas de la colección que se anticipa a muchas de las cosas que iban a pasar y que se iban a sentir, tanto en el mundo en general como en el pequeño universo del teatro, funambulista acostumbrado a negociar con la cuerda floja, que sufrió un golpe del que parece no haberse recuperado, porque hoy, dos años después, la brecha entre los que hacen negocio para el entretenimiento o la genuflexión política, sin riesgo ni amor al arte, y los que verdaderamente están comprometidos hasta la médula con este arte, se abre escandalosamente y las dos orillas están cada vez más lejos.
Pero no vayamos a bajar el telón de este prólogo con la cabeza gacha. Podríamos darnos por vencidas y arrojar la toalla, o sublimar preocupaciones, precariedades, tentaciones de abandono, rabias y tristezas y, como Ester convertirlas en un mensaje para el futuro, un papel viejo enrollado y metido en una botella lanzada al mar. Y que alguien lo encuentre, lo lea y se diga: coño, qué interesante, ¿y si lo montamos? Total, entre ser y no ser, y pese a todo, conviene elegir siempre el arte y la vida.