Hace unas semanas, Marta García Miranda firmaba un interesante artículo en el que no solo realizaba un recorrido de la programación anunciada en los teatros públicos de Madrid para la próxima temporada, sino que también enmarcaba estas programaciones con un término que creo merece una reflexión: la melancolía.

El recuerdo de lo ausente, el mito de la Edad Dorada, la percepción de que lo auténtico o lo bueno se encuentran en el pasado… son consustanciales al ser humano. Nuestra vida es finita y una cantidad de población nada desdeñable asocia lo vivido en los primeros años de su vida con la certeza, la seguridad y la tranquilidad en el porvenir. No son solo las artes escénicas las que vuelven de manera reiterada a las historias que llevan funcionando décadas o siglos: los estrenos de cine son variaciones sobre los mismos personajes, fundamentalmente fantásticos o de ciencia ficción, a los que se les escriben historias similares a las que ya conocemos. Desde Superman y Lobezno hasta Bitelchús, parece que en Hollywood ya nadie escribe o inventa nada.

Cuando la melancolía se instala en el campo de la producción simbólica, con las complejidades logísticas y económicas de estas industrias, lo que hay que plantearse no es solo si nos estamos enfrentando a una política cultural que pretende regresar al pasado: por muy cierta que pueda ser esta observación, implica una visión unidireccional de los fenómenos comunicativos artísticos. También hay que considerar si existe un estado general de la población y el público que es proclive a no arriesgar con nuevas historias, personajes, conflictos y tramas, y, en caso afirmativo, cuestionarse por qué está ocurriendo. Dicho de otra manera, ¿hay un público para creaciones en las que los espectadores no cuentan con un vínculo emocional previo (ya sea conocer al actor, a los personajes, el texto de la función…)? Si no lo hay, ¿por qué?

La evolución artística pasa inevitablemente por etapas históricas con mayor tendencia a la innovación, y otras en las que la mirada se vuelve a lo que en ese momento se consideran clásicos, pero nunca son fenómenos aislados: ocurren de manera simultánea a circunstancias económicas y políticas que crean un clima general en la sociedad. Quizá es ahí donde tenemos que mirar; al final, como decía Marx, la infraestructura determina la supraestructura.

 

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