La dama de blanco, Emily Dickinson
Por Alberto Morate
En aquel tiempo, una poetisa también se auto confinó por voluntad propia. Y ocurrió que sus poemas aguardaban para ser sacados a la luz.
Hoy no son sus poemas en sí mismos los que venimos a escuchar y ver. Es su persona. Es su alma, es su esencia. Es la propia Emily Dickinson, La dama de Blanco, escritora fundamental de la vieja Norteamérica del siglo XIX. Y María Pastor la encarna con la extrema sensibilidad de una mujer única que nos cuenta su historia como si fuéramos invitados a degustar una de sus meriendas.
A pesar de su retiro mundanal no se abandonó nunca. Ella era la primavera. Pero también todas las estaciones, la quietud, el descanso, y la vindicación de lo que ella creía, sentía, pensaba, siendo consecuente con sus ideas y sus emociones.
Nunca alzó la voz, y pareciera que las cosas y los objetos flotaran en su presencia. El reloj parado. Los árboles vivos, la paz de las palabras, el estruendo inoportuno de los silencios, la juventud entregada a emociones extrañas que le embargan el corazón, pero ella se siente suya y de nadie más, escribe decenas de poemas, lee, pasea, se integra con la naturaleza.
La dama de Blanco es la pureza, la nieve en el salón de su casa, la luz del alba en su mirada y el fogonazo de los secretos que no se cuentan.
Con un texto de William Luce, Juan Pastor conduce a la actriz convertida en poeta, María Pastor, a la ingravidez de las palabras, al sueño de que el personaje nos cuente su historia personal sin amarguras ni tristezas. Es ella. Se alza en cuerpo y alma a través del tiempo con el deseo invadido de impotencia. Lo que no pudo ser no fue, pero ahí se quedó una maleta con centenares de poemas de futura justicia, cosecha de un mundo interior de fantasía amorosa, de arraigo a la tierra, de fruto del lenguaje de los recuerdos, de la pasión limitada entre cuatro paredes que se abren al universo de las estrellas.
Un monólogo de producción de Guindalera, de vuelta a los escenarios, redondo, grande en su sencillez, casi susurrado, como un atardecer que incendia de rojos las nubes pasajeras.
En este montaje no hay tristeza, no hay muerte, no hay desesperanza, es un poema personificado, la coherencia de lo oculto, la austeridad de la abundancia de creatividad, paradojas de quien se expresa en voz baja, de quien salta en la cama sin que la vean, de quien no reza, pero interpreta a este personaje que se nos cuela en el corazón a través de los versos de rima imperfecta, pero auténtica.