Posible prólogo para esa edición de Uña Rota que nunca se dió por Nao Albet y Marcel Borràs.
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Deberíamos aprovechar que nos han pedido introducir la trilogía para plantear las reglas estilísticas que usamos para escribirla. Formular el texto que debería categorizar la retórica de la obra utilizando esas mismas formas para autoreferenciarse. ¿Pero nuestras obras pueden ser leídas? Siempre hemos dicho que nuestra vocación para con el teatro nace del ejercicio de actuar. Nuestras obras fueron escritas con el objetivo de ser representadas por nosotros mismos y sólo así adquieren un sentido completo. Si ni siquiera tiene título, menudo despropósito. ¿Qué? Que la trilogía no tiene título. Las obras por separado sí, pero la trilogía no. Debería tener título, algo así como: la trilogía de la ignorancia. Eso no tiene sentido. Ya lo sé, era un ejemplo. Quizás tiene sentido para Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach porque los protagonistas son inocentes y tal. Bueno, los protagonistas de Mammón también son bastante ingenuos. Ya, igual que nuestros alter egos en Falsestuff, que no se enteran de la mierda la mitad. Se dice “de la misa la mitad”. Entonces podemos llamarle La trilogía de los ignorantes. Que no, es una mierda. Necesitamos un buen título, como ese de Mierda bonita, ese título me gusta, podría ser nuestro. Ese libro no es una trilogía, son textos sueltos. Ya, bueno. ¿La trilogía de la mierda ignorada? No, no. Deberíamos encontrar un título que valga la pena. Mierda ignorada no está tan mal quizás. Vale, un momento. Una pregunta: ¿Quién es quién en este texto? Hace ya un buen rato que esto se ha convertido en una conversación, definitivamente mal puntuada, sí, pero un diálogo sin duda alguna. Sin embargo, ¿quién ha escrito esta última frase? ¿Habla uno después de cada punto y seguido? En este caso, ¿quién ha empezado hablando? Normalmente Marcel es el pasional, a la vez que el que toma la iniciativa y a menudo incita a Nao a hacer tal cosa o tal otra. Por el contrario, Nao es, supuestamente, más racional, aunque los dos lo son por igual y, a menudo, se deja llevar por Marcel debido a una perezosa determinación. En terminología de la comedia clásica francesa, nuestra dualidad es representada por el payaso blanco y el payaso te paso mi pene por la barbilla. ¿Quién es quién? Como el famoso juego de mesa. ¿Quién boicotea este texto con bromitas anodinas? Ésa es mi pregunta. Si vamos a escribir prosa es necesario diferenciarnos. Sin eso nuestra química no funciona, nuestro “número” se va al garete. N. Podemos poner una inicial antes de cada frase para determinar quién es el emisor en cada caso. M. Eso es feo, yo no lo pienso hacer. Creo que debemos resignarnos y lidiar con la incertidumbre del texto escrito por dos narradores diferentes. Y si no es mucho pedir, plantear de una vez por todas qué debemos hacer en esta maldita introducción. Llevamos casi una página y todavía no está nada claro. Deberíamos trasladar nuestro afán de encontrar nuevas formas teatrales a la disciplina literaria. Escribir, en prosa, el ejercicio subversivo de la misma forma que lo intentamos con el teatro. Follarnos las mentes de los lectores igual que intentamos follarnos las de nuestros queridos espectadores. ¿Con juegos intertextuales y metaficción? Y otras formas retóricas que todavía no existan inventadas in situ por nosotros. Como por ejemplo la genateraxia, que es el uso de onomatopeyas flatulentas al final de cada frase. Pffff. No me convence. Pffff. Pero para que te hagas una idea. Pffff. Deberíamos aprovechar todos esos putos tecnicismos que aprendimos en la universidad para calificar debidamente nuestra retórica y no usarlos solo para hacer la broma, que no somos cómicos, joder, somos dramaturgos. Pffff. No, somos demiurgos. Pfff. Vaya corta rollos, ahora está claro que eres Nao. Pfff. Que te jodan. Pffff. Pues yo paso de enseñar nuestra capacidad polifónica o nuestra subjetividad escindida, porque, además, nuestra verdadera identidad tampoco se refleja en nuestras obras. Y yo no soy menos racional que tú, que te jodan.
Marcel cerró con furia la pantalla de su portátil. Salió a la calle. El paseo a pie de la biblioteca a la estación, el cual solía apaciguar su frustración después de mañanas en blanco, resultó no ser suficiente. Seguía nervioso cuando validó su Metrobús, pues no consiguió dar con la ranura de la máquina hasta el cuarto intento. Una vez sentado en el vagón, observando su propio reflejo en la ventana, buscó una razón concisa de por qué escribir una introducción para su trilogía. ¿Por qué el greñas les pedía un prólogo? ¿No era más sensato publicar las obras así, a pelo, sin profilácticos, tal y como Dios las trajo al mundo? Marcel seguía con su mirada absorta cuando recordó precisamente aquel breve texto que su amigo y él escribieron para el programa de mano de la primera pieza de la trilogía, Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach, donde consideraban innecesaria cualquier introducción previa a la experiencia escénica. Una sinópsis, decían, no hace más que “romper la magia de aquello desconocido para el espectador”. Según ellos, incluir en el folleto un texto teórico o de índole motivacional, ya sea político, poético o biográfico, no servía para otra cosa que “justificar la acción artística cuando esta no se sustenta por sí misma”. ¿No cumplía el prólogo que se proponían escribir una función similar? ¿No se trataba de un penoso ejercicio retórico para justificar la validez de la publicación de sus obras? Este pensamiento le llevó, consecuentemente, a una reflexión todavía más terrorífica. ¿Y si toda aquella parafernalia de la publicación no tenía ningún sentido? En un arrebato de irritación desmesurado, pensó que deberían mandar a la mierda la edición del libro, alegando que el teatro es para verlo en directo y que si te gusta leer, pues mejor poesía o prosa y dejas de dar por el culo a la gente que escribe teatro. Definitivamente Marcel no confiaba en sí mismo, no confiaba en su amigo y mucho menos en su obra. Creía que lo único que habían hecho desde el principio era juntar virtudes de otros creadores, practicando un penoso ejercicio de corta y pega, de una consistencia fútil, naïf, pueril y trivial, recargado de sinónimos sacados de internet. La publicación de la trilogía, pensaba, no haría más que desvelar dicha verdad. A estos pensamientos le siguió una oscura conclusión: ¿Y si la verdadera intención de Carlos Rod, a.k.a el perroflauta de los libros, no era otra que la de revelar al mundo entero la incompetencia para la escritura de esos dos pobres diablos? A estas alturas estaba convencido que la maldita publicación les iba a joder vivos y que el chiringuito que se habían montado con su colega caería en la ignominia.
Nao, todavía delante de su ordenador, concibe la oportunidad de la edición como un salto cualitativo en su materia y vislumbra en el cometido la esperada excusa para emprender de una vez por todas el viaje a lo literario. Para hacerlo se basta de frases subordinadas larguísimas con un léxico un tanto rimbombante, parecidas a esta que acabas de leer. En fin, todo bastante triste. Empieza por escribir lo que pretende ser un relato corto, donde él es, por fin, el único protagonista y en el que se presenta con una suerte de Mcguffin guardado en el bolsillo de su pantalón: Una piedra del tamaño de un puño que espera inánime su momento de gloria.
Ahora, en el majestuoso salón de una casa imperialista, abarrotada de invitados vestidos de gala, Nao se pasea mientras intenta reconocer en vano alguna cara familiar. No sabe dónde está. Algo que a menudo le acontece cuando escribe, pues como si de un sueño se tratara, no controla el devenir de su historia o la identidad de sus personajes, aunque estos sean exclusivamente fruto de su imaginación. Los asistentes, todos bastante soberbios, pretenden monopolizar cada una de las conversaciones, convirtiendo ese guateque, valga para la metáfora, en un auténtico gallinero cultural. Reconoce a lo lejos, de cara a la biblioteca, la figura de María Velasco. Ella también está sola. La dramaturga está encorvada, con la cabeza ladeada, repasando los lomos de algunos volúmenes de la repisa inferior de la estantería, hecho que hace que su postura resulte bastante penosa. Nao duda por un segundo y luego se le acerca. — Son los de teatro, ¿verdad? —María se gira y le abraza efusivamente. — ¿Qué pasa, macho? ¿qué tal? ¿Cómo va la vida? No viniste a ver mi obra. Bueno no pasa nada. Oye que ya me he enterado, que os van a publicar. Es una lástima, porque ya casi nadie lee teatro, pero aun así felicidades, supongo. ¡Ahora la gente podrá leeros en sus casas! ¿No es fantástico? Me apuesto lo que quieras a que ahora mismo, en este preciso instante, alguien está leyendo una de vuestras frases.— Efectivamente, María tenía razón. —Todos estos están por aquí. Ahora entraréis, supongo. —¿Ah sí? Es que no sé cómo funciona, es mi primera vez. — Bueno, espera y te llamarán. Mira la Liddell que puti, que hace lo que le da la gana. Ese traje de lentejuelas en el que está metida fue del mismísimo Belmonte, dicen que le costó como doce mil pavos, vaya crack. — Nao se gira y es entonces cuando empieza a reconocer todos esos cuerpos. Rodrigo García, bastón en mano, pues como el viejo Borges ya se ha quedado cojo y empieza un lento proceso de ceguera degenerativa, habla de fútbol y chavalitas con un apasionado Pascal Rambert que habla a toda velocidad prescindiendo de cualquier signo de puntuación. En la mesa de la sala, Pablo Remón prepara una clencha; con su carnet de socio de la Sgae pinta tres líneas perfectas que recuerdan a las aspas de un molino de viento manchego, una para él, y dos para Pablo Gisbert, que con frases proyectadas relata sus fabulosas vacaciones en familia en un crucero Trasmediterranea. En otro extremo de la sala Juan Cavestany agita una coctelera con tanta energía que parece que vaya a dislocarse el hombro, mientras el raro de Wadji Mouawad, al tiempo que se pone fino con los famosos daiquiris del real académico de las letras le pega la brasa a Lucía Carballal sobre el caso de una mujer asesinada por el tío del hermanastro que violó a su madre en la barraca abandonada de la finca de sus descendientes libaneses. La pobre Lucía, que no parece seguir el hilo de la historia, aprovecha la irrupción de Paco Bezerra para deshacerse de la chapa monumental. Paco y su precioso pelo Pantene acaban de arrancarse con un fandango medio inventado que el resto de invitados tratan de acompañar con palmas y zapateados pero no dan pie con bola. La fiesta promete y por mucho que nadie le presta ningún tipo de atención Nao disfruta observando el panorama. De repente se abren las puertas del salón y se asoma una melena con gafas, es el editor de Segovia, que susurra para que el autor catalán se acerque. —¡Ei Marcel! Ven, ven. ¡Rápido!— Nao duda si advertir el usual error pero de nuevo le puede la pereza.—¿Dónde está el otro?—Ha preferido venir en forma prosopopéyica, está en mi bolsillo.— Bueno, da igual. ¿Estáis preparados para entrar? No hace falta que digas nada, ni que te presentes.Tú te sientas en la mesa y aprovechas las prerrogativas de tu nueva condición. ¿Si?— Mientras escucha, la mano de Nao empieza a deslizarse por su bolsillo y las yemas de sus dedos acarician la fría superficie de Marcel, recogiéndolo con toda la palma. De repente lo ve claro. Entiende su cometido. Vislumbra la posible moralina de su relato corto. Un final que bien podría acometer una propuesta crítica de forma poética: un parricidio. El amorfo fandango, que ha ido en crescendo, despierta a Nao de sus ensoñaciones. —¡Son más de Schönberg que de Camarón! —suelta el editor excusando la exagerada arritmia del coro que festeja. Acto seguido le indica a Nao la entrada al salón principal y lo anima para que cruce el umbral con unos graciosos golpecitos de cabeza.—¡Es por ahí! ¡Te veo luego Marcel! —Nao entra en el segundo salón seguro de sí mismo. Hay muchos comensales, mantel de lino bordado y copas de cristal de bohemia y oro. Al principio reconoce escritores menores, no de edad, por supuesto. Luego se percata que entre los presentes no solo hay autores de la editorial que los publicará, sino que advierte autores de prestigio canónico, algunos extranjeros y otros incluso del pasado, ya fallecidos. Novelistas, historiadores, poetas, filósofos, lingüistas, semióticos y escritores de todo tipo. Kafka, Bolaño, Faulkner hacen comentarios en torno a la novela fractal mientras Dickens, un poco desfasado y perdido, les sirve otra copa. Lorca y Foucault, como era de esperar, se entienden y hablan entre dientes. Baudelaire y Kundera se ríen de un chiste malo que implica un perro muerto en un vertedero que acaba de contar Houllebecq, quien en realidad le gustaría escuchar la perversa conversación de las comensales de al lado, Lispector y Duras, que discuten con Nothomb sobre el concepto “polla vieja”. Saussure, Deleuze, Barthes, Montaigne, Wolf, Murakami, Flaubert, J.K. Rowling, Vila-Matas, Nabokov, Auster, Joyce, Despentes, Cervantes, Pizarnik, etc. Nombres, gente, bullicio. Están todos los “grandes” o al menos todos los que Nao ha leído hasta la fecha. A un extremo, la mesa está presidida por la figura más representativa de la literatura universal que Nao es capaz de imaginar -tu figúrate la que a ti te dé la gana-, con una servilleta en el cuello y devorando un portentoso plato de espaguetis boloñesa. Al cruzar las miradas éste se levanta y dirigiéndose a la multitud insondable, pues desde una punta de la mesa es imposible vislumbrar el otro extremo, anuncia a los nuevos integrantes del grupo y les señala para que estos se levanten. A su turno, Nao se levanta mientras saca la piedra de su bolsillo y la sujeta en la palma de su mano, mostrándola al público. Ha llegado el momento de leer su discurso. Elige un texto que no está incluido en la trilogía, un monólogo de su antigua obra “Los Esqueiters” que habla sobre la libertad. Al terminar la lectura, los murmullos y las miradas inquisidoras confirman la teoría de Marcel, no son bienvenidos al club. Su escritura es mediocre. Carlos Rod, el editor, sonríe desde la sombra, su plan para desenmascararlos ha funcionado. Nao, preso de la rabia y la frustración, viendo desvanecerse su sueño de escritor, clava su mirada a la figura presidencial. Ora atraviesa a grandes zancadas el salón, como si se preparara para despegar y encestar un balón, piedra en mano. Cuando tiene la eminencia a pocos metros de distancia se propulsa y, alargando el brazo derecho, llega al punto más alto de su salto, donde el tiempo y el cuerpo parecen suspenderse un instante. Con la aceleración de la caída, Nao deja caer su puño hacia la cara del viejo erudito, pues no nos engañemos, muy a nuestro pesar, la mayoría hemos imaginado un anciano blanco y heterosexual. Instantáneamente después del piedrazo se crea un silencio solemne. Todos los comensales ahora lo observan. La silla está en el suelo, sentado el cuerpo inerte del abuelo de la literatura eurocentrista. Nao, de cuclillas en su barriga, golpea con fuerza el cráneo hasta agujerear la calavera. Repetidas veces. Lo más inaudito es el eco que retumba por la sala. Clac, clac, clac, Clac, clac, clac, Clac, clac, clac, Plof. Ahora la roca, es decir Marcel, está cubierta de sangre. Las manos de Nao también. Tras un breve silencio, el ano del escritor cadavérico libera el sonido con el que concluye este relato. Pfff. Parece que va a ser un viaje estimulante.