La frase más citada de la renuncia de Íñigo Errejón a finales del pasado octubre fue: “he llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona”. En la política y en los medios, como actividades públicas en las que se genera un relato sostenido en el tiempo, es donde más metáforas con componente teatral encontramos. ¿Aportan algo a la comprensión o, por el contrario, acaban ocultando la realidad?
Cuando Errejón se refiere al ‘personaje’ está hablando de su faceta política y mediática; la de un hombre comprometido con el feminismo, la ecología y la justicia social, y cuando habla de ‘persona’ se refiere a su parte personal, sobre todo la sexoafectiva, sobre la que hay testimonios y denuncias que le señalan como un -supuesto- agresor sexual. Es decir, Errejón enmarca esta afirmación dentro de la tradicional división entre lo público y lo privado.
Esta separación es nuclear a la conformación de la ideología del siglo XVIII: para poder excluir a las mujeres de las luchas por sus derechos, se define prioritariamente la identidad social masculina por lo público, y la femenina por lo privado. Tiene que venir el feminismo de la segunda ola, a finales de los años 60 del siglo XX, a decir que “Lo personal es político”, para que lo que ocurre en el ámbito de lo privado se empiece a considerar un asunto que atañe a la totalidad de la sociedad.
No podemos negar que las dinámicas de la comunicación actual devienen, en efecto, en la construcción de personajes y en la creación de relatos. Es una de las estrategias que mejor ha manejado la derecha mediática para hundir a sus adversarios, con éxitos notables, como el de Pablo Iglesias. Pero si hay un marco teórico en el que un político de izquierda no debería moverse es en la dicotomía público-privado. Hay una diferencia entre el hecho de que una estructura mediática genere ‘personajes’ y que las personas construyan un ‘personaje’ para su faceta pública y sean otros en privado.
No hay nada más patriarcal que utilizar la opresión estructural hacia la mujer para beneficio propio, por satisfacción sexual real o como ejercicio de poder. Es lo que llevan siglos haciendo los hombres. Que su conducta en lo privado no tuviera repercusión en lo público es lo que a muchos les permitió alcanzar grandes cotas de fama, dinero o influencia. La lista es interminable: Picasso, Neruda, Einstein… ¿Hubieran sido quienes son si el maltrato psicológico, la agresión sexual o la violación les hubiera arruinado su carrera?
En cierto sentido, es coherente que Errejón apele a esa dicotomía, dado que sus -supuestas- agresiones sexuales eran un ‘modus operandi’. Él necesita entenderse, y lo hace como lo han hecho los hombres desde hace, al menos, tres siglos: soy uno en la tribuna y otro en la cama. Pero no: no hay diferencia entre el personaje y la persona. Errejón es, simplemente, un sano hijo del patriarcado.