Señalaba la filósofa Mary Midgley a mediados del siglo XX que los más reconocidos pensadores de nuestra Historia habían permanecido solteros. Ninguno había experimentado la convivencia con una mujer y unos hijos. Eso configura el discurso occidental a través de lo que denominó -con cierto afán caricaturesco- el ‘filósofo adolescente’, un ser abstraído de todo menester mundano, y que se aísla para llegar a conclusiones como “Pienso, luego existo” o “El hombre no es cosa”.

La comicidad de Midgley reside en que entendemos que la ‘sobreabstracción’ por la que ha deambulado la filosofía occidental ha servido de poco para transitar la vida diaria, e intuimos por qué ella identifica este pensamiento con la adolescencia. Pero su ‘insight’ va más allá de lo que parece a primera vista: un asunto identitario.

La idea de que la raza, el sexo, la clase o la orientación sexual configuran la percepción del mundo, debido a la(s) marginación(es) a las que pueden llevar estos aspectos de la identidad, ya está plenamente aceptada. De hecho, se viene realizando un enorme esfuerzo en los espacios de producción simbólica para dar voz a estas identidades.

El problema, en mi opinión, es que en numerosas ocasiones el marco ha pasado a ser el tema. La identidad ya no es el punto de vista de la obra de arte, sino la esencia de la obra de arte en sí. Incluso podemos encontrar entre ellas una arquitectura narrativa similar: si aceptas que tu identidad es marginal, alcanzarás la plenitud individual, y esta te devolverá a la normatividad pública. Ergo, de fondo, el marginal no cuestiona el neoliberalismo individualista patriarcal: solo está buscando una manera de pertenecer a él. En el fondo, el marginal también quiere ser un filósofo adolescente.

Hay aspectos de la identidad humana que no son capaces de integrar esta narrativa… porque no la contienen. Casi todos están relacionados con las experiencias de la mujer, históricas y biológicas. No hay mujer que abrace plenamente la maternidad, o la infertilidad, o la menopausia, o que reflexione sobre la limpieza, cocinar, la costura, o simplemente el acompañamiento en la enfermedad, y que gracias al relato público de estas experiencias consiga un mejor estatus. Siguen siendo asuntos de segunda para el discurso occidental, el del filósofo adolescente, el que se plantea en soledad preguntas sobre su ser mientras le ponen por delante un plato de comida.

La narrativa identitaria está de moda, pero es una trampa gatopardesca: los narradores no son hombres blancos heterosexuales, pero la arquitectura narrativa sí es la suya. Mientras tanto, la lactancia (¡habrá algo más épico que dar de mamar!) o la endometriosis se escapan de la lógica del ‘storytelling’ neoliberal. Por eso no están presentes

Al igual que Midgley cuestionó la definición misma de lo que es la filosofía, creo que el feminismo debería también cuestionar la definición de la narrativa, porque es su mayor herramienta de transmisión. Un buen reto para este mes de marzo.

 

Toda la cartelera de obras de teatro de Madrid aquí