Esta mañana he visto la frustración de una persona que produce teatro. Una persona que no quiere regatear 100 euros de una producción, pero lo hace. Una persona que tiene que hacer bolos como sea para que no le quiten la subvención. Una persona que aúlla porque antes vivía de su trabajo, y ahora se ve obligada a agradecer las migajas.
Esta persona, que podría ser un recurso literario, pero resulta que es real, cuenta cómo hemos llegado aquí. Cada vez menos espacios tienen una línea de programación definida. Fuera de Madrid se programa solo un día cada espectáculo. Los cachés han bajado porque los programadores asumen que parte de los costes, tanto de producción como de gira, se sufragan con las subvenciones. Se argumenta que no hay público, pero tampoco hay ninguna política (ni de un espacio aislado, ni de manera conjunta) que trabaje para atraer público de distintos perfiles y generaciones. Los centros de producción públicos viven de espalda a esta realidad. Todos compiten por conseguir unas migajas, porque ya ni siquiera hay pastel que repartirse.
Desde este humilde altavoz llevo tiempo intentando desgranar los factores que están contribuyendo a la catástrofe sectorial, no tanto porque intelectualmente me atraiga la comodidad del pesimismo, sino precisamente porque creo (o creía) que presentar evidencias o datos, que compartir diagnósticos, podría espolear la conversación intrasectorial. Creo (o creía) que recordarnos desde este espacio que la mayoría de las comunicaciones artísticas se realizan en diferido y por medios audiovisuales, que cada vez se tiende más a la participación y la gamificación, o que falta relevo generacional en el patio de butacas, podría ser un buen punto de partida para repensar el escenario del s. XXI. Y que yo, al menos, ya estaba haciendo lo que podía hacer.
Lo de esta mañana me ha dejado, confieso, muy tocada.
También esta mañana he escuchado en la radio la historia de una mujer que, harta de que sus dirigentes municipales no hicieran caso a las demandas vecinales, empezó a grafitear aceras y mobiliario urbano estropeado para llamar su atención. Pedía simplemente que los políticos pisaran las calles para que las vieran los desperfectos con sus propios ojos. Si los ojos ven, el corazón siente.
Me voy a arriesgar a hacer un llamamiento. Va dirigido a aquellos que pueden hablar con los que deciden sobre el dinero y las políticas en escénicas. Que les lleven a salas pequeñas. Que les enseñen una hoja de taquilla, un presupuesto de un bolo, una declaración de Hacienda de un actor. Que les enseñen los datos de Econcult y de la Fundación Cotec sobre el retorno de la inversión en cultura. Que nos ayuden a todos a estar en el siglo XXI. Me arriesgo a quedarme aquí, en mi altavoz sin escenario, aullando también, pero hay que hacer algo. Nadie debería quedarse callado cuando algo es importante y también urgente.