Cada disciplina de danza tiene sus códigos en los aplausos. O mejor dicho, suele tenerlo, porque la  reacción del público no debe enmarcarse en ningún patrón establecido (faltaría más), más allá de ese que tiene que ver con el respeto y la convivencia, aplicable a cualquier contexto en el que estén presentes dos o más personas. El caso es que con haber visto un par de espectáculos de danza clásica, de flamenco y de danza contemporánea, ya se puede intuir la pauta habitual en lo de aplaudir.

En el ballet clásico, por ejemplo, se suelen aplaudir las proezas que definen los solos de bailarines y bailarinas. El púbico, una vez finalizada la intervención de máximo lucimiento, se arranca en un vigoroso aplauso que, a menudo, va acompañado de «bravos». Se aplaude fuerte y muy deprisa. En el flamenco, los intérpretes también marcan, de alguna manera, cuándo esperan el aplauso. En el flamenco más tradicional, al menos. Luego, se pueden ir sucediendo «oles» y frases que animan desde la platea, de manera salpicada durante el espectáculo. Tengo un amigo que es especialmente sensible a la repetición de los ‘oles’ desde el público. Una vez, al finalizar un espectáculo, me dijo que un señor que no paraba de animar al bailaor le había amargado la obra porque le sacaba de ella cada vez que decía algo. Y luego está la danza contemporánea. En la que se aplaude al final y, en ocasiones, transcurridos un par de segundos. Por miedo a no saber si ha finalizado o por respeto.

Pero, ¿en qué medida forma parte el aplauso de una obra? O mejor dicho, ¿se debería tener en cuenta la reacción del público a la hora de hablar de lo interesante o no que es un espectáculo? Pues depende. Y el contexto, como en todo, vuelve a ser la respuesta. Se me ocurren un par de casos en los que no convendría tenerlo en cuenta. Por ejemplo, a ese público de un teatro x que aplaude con pasión, emite bravos y se pone de pie, frente a cualquier espectáculo. Sea el que sea. Creo que el contagio, el mimetismo o incluso la inercia, campan a sus anchas en el patio de butacas. Y otro ejemplo, el que abuchea porque lo que está viendo no es lo habitual de la programación a la que está abonado. Como aquella vez que la compañía de Pina Bausch en el Teatro Real de Madrid con la maravillosa obra Nelken, recibió insultos y pataletas. Era 1998 y ese público esperaba otra cosa, sin duda, acostumbrado a otro tipo de programación. ¿Dilapidamos entonces la obra de Pina por aquellos abucheos? Rotundamente NO. ¿Ensalzamos cualquier obra que se muestre en el teatro X porque el público aplaude puesto en pie? Pues tampoco, si tenemos en cuenta que siempre lo hace. Demos entonces al público, solo lo que es del público, y con un buen contexto.

 

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