Fotos: marcosGpunto
De Manuel Liñán (Granada, 1980) conocíamos su fiereza flamenca, su inteligencia y su capacidad de riesgo. Pero ha rebasado calificativos con esta coreografía que, con alguna razón, ha sido rápidamente comparada con el trabajo de Los Ballets Trockadero de Montecarlo. Es la comparación más fácil, por obvia, en tanto que Liñán y sus seis bailarines aparecen enfundados en trajes de flamencas, asumiendo roles femeninos sobre el escenario y abordando con pericia los distintos palos.
Pero hay un distanciamiento importante. La directriz del coreógrafo fue buscar en el fuero interior de cada uno lo femenino, escondido o reprimido, que ya estaba allí. De forma que no interpretan papeles sino que son ellos mismos, vulnerables y en una faceta inexplorada que valientemente comparten con el público.
El flamenco, como el ballet y no tanto la danza contemporánea, discrimina por géneros. En lo puramente técnico hay un trabajo para el hombre y otro para la mujer. Liñán siempre se mostró rebelde y se manifestó inconforme bailando con bata de cola para Rafaela Carrasco y luego, de manera autodidacta, aprendiendo por su cuenta.
Había pinceladas femeninas en sus producciones anteriores, que hoy entendemos eran el estudio y preparación para este salto al vacío, con el que reta los convencionalismos, y en consecuencia a los convencionales, que todavía abundan en el flamenco (y también fuera). El título es ya una declaración de principios. «Se refiere tanto a la exploración de nuestro lado femenino como al grito de guerra al tener la valentía de afrontarlo», ha declarado.