Por Antonio Álamo
Fotos: Sergio Parra
Segismundos. El arte de ver quiere ser un viaje hacia la luz. Su puerta de acceso es la oscuridad, pues así es como los soñadores sueñan: con los ojos cerrados.
También la obra de Calderón es susceptible de leerse en esos mismos términos: la luz y la oscuridad dialogan y bregan para hacerse con el protagonismo de la pieza. En el fondo, es factible contemplar La vida es sueño como un comentario algo extenso y en octosílabos del famoso lema socrático «Conócete a ti mismo», lo que no implica, necesariamente, sentarte delante de un psicólogo, terapeuta o similar para que atenúe tu sufrimiento psicológico, sufrimiento que, por otra parte, está sobrevalorado.
Una de las formas de ejercitarse en la consigna socrática es la de conocer a los otros seres, ya que, en realidad, son idénticos a nosotros mismos, o al menos lo son en lo esencial: también están soñando y tampoco saben que están soñando. O, como dijo el rockero sevillano Silvio Fernández: «Todo el mundo va a lo suyo, excepto yo, que voy a lo mío».
Sí: la historia de Segismundo es la historia de todos nosotros. Aunque el príncipe haya despertado una, dos y hasta tres veces, aún no puede estar seguro de que detrás de ese tercer sueño exista otro, y otro, y otro… Para referirse a ello, los hindúes y budistas hablan del samsara, una palabra sánscrita cuya etimología nos remite al vagabundeo, y también al sufrimiento consustancial al mismo. Pero, en todo caso, cuando Segismundo finalmente despierte, ¿estará muerto o seguirá igual de loco que siempre?
Esta vida contiene tantas vidas como uno quiera que contenga. No hay continuidad, sino irrupción. No es que el día se deshaga y se deshilache y la noche aparezca para obligarnos a encender nuestras lámparas, sino que cada segundo explota y hace nacer al siguiente. Surge de la nada, milagrosamente. Sí; estamos en mitad de un sueño que desemboca en otro sueño, y vagamos erráticamente por él, ocupados y preocupados por nuestra supervivencia, lo cual, de forma harto risible, es una tarea abocada al fracaso. Nadie sale con vida de esta vida. O, al menos, no tenemos noticias de que nadie lo haya logrado.
Hay dos clases de personas: las que están dormidas y las que están despiertas. Las que están despiertas saben que están dormidas y sueñan; las dormidas, en cambio, sueñan que están despiertas. La diferencia entre unas y otras es sutil, pero las separa un vasto océano.
Estaría muy bien poder chasquear los dedos y decirnos: «Despierta, déjate de tonterías». ¡Sí, ojalá fuera tan fácil! Por supuesto, una cosa es comprender esto de una forma más o menos racional, como hace Descartes en sus Meditaciones metafísicas, y otra muy distinta experimentarlo, que es el campo de acción del teatro.
Para hablarnos de todo ello, Calderón imagina la historia del príncipe Segismundo y nos la cuenta en octosílabos que monologan con otros octosílabos. Nosotros, a falta de nada mejor, soñamos que estamos aquí, leemos libros sin letras y recurrimos a ese infalible truco de magia que llamamos amor. «Love is a chain of love», escribió Truman Capote.
Sara, Abel, May, Cristofer, Helliot y todos nosotros, ¿qué somos sino Segismundos?
Esta obra tiene ese intrigante anhelo: es una invitación a despertar, a ejercitarse en el arte de ver.