Por Álvaro Vicente
Foto: WongeBergmann
En estas latitudes eurocentristas y ultramercantiles en las que nos movemos por aquí, la etiqueta ‘urbana’ aplicada a las artes populares, a la música por ejemplo, ha terminado por despolitizar lo que es político de raíz, porque lo que surge en y desde la calle es político, es contestatario, es identitario, es marginal. Lo verdaderamente urbano no solía alcanzar el olimpo comercial, pero ahora el sistema sabe que lo que se convierte en tendencia se desactiva políticamente. ¿Cómo luchar contra esa inercia siendo un coreógrafo aclamado y trabajando en un estilo, el hip hop, que ha doblado la rodilla ante el capital? ¿Cómo no ser político haciendo danza urbana y siendo brasileño hoy? Porque hoy Brasil es colisión. El propio coreógrafo brasileño se lo plantea en forma de pregunta: “¿Cómo mantenerse en movimiento, cuando la situación política y social del país parece paralizarlo todo como una niebla venenosa; cuando el acoso y el odio parecen desunir, dividir y sofocar la libertad y la solidaridad, la igualdad y la democracia?”
Si en Inoah, su pieza anterior, de 2017, Beltrão ya planteaba un movimiento que negociaba los conflictos indisolubles y las violentas contradicciones sociales de su país, New Creation es una obra poderosa y conmovedora que da testimonio de estos últimos cuatro años en Brasil: una sociedad en manos de la ultraderecha. El hecho de que no tenga nombre dice mucho de la falta de palabras para expresar lo que se siente. Y ahí entran el cuerpo y las imágenes. El fascismo es una apisonadora del pensamiento, lo aplana. Pero sobre ese plano se erigen las nítidas imágenes que plantea Beltrão, una experiencia de choque, un relieve al servicio de la inteligencia del público. Precisas como miniaturas medievales, las escenas se suceden transmitiendo muchas cosas, a veces contradictorias entre sí, a veces simultáneamente, cada una con su propio diseño de luz, sus propios protagonistas y su propio lenguaje corporal. Se juega con los significados, con lo sagrado y lo profano, con la verdad y la mentira, con la violencia y el amor. No es teatralidad lo que buscan, sino sugestionar a través de una danza de extremos que juegan a escamotear significados, aunque son inequívocos. Pero esa forma genera un clima incómodo y hasta amenazante.
En Brasil, la cultura del hip hop, que allí evidentemente se mezcla con las infinitas tradiciones rítmicas de una cultura que cruza lo americano con lo europeo y lo africano, está fuertemente arraigada en ese sector de la población que está sufriendo como ningún otro el régimen extremo de Bolsonaro. Alguno de los diez bailarines que vemos sobre el escenario es posible que vengan de esas realidades fronterizas, empobrecidas, abandonadas. La música es la sangre que sigue haciendo latir esta subcultura y tiene un enorme protagonismo en la pieza, obra de Lucas Marcier, ARPX y Jonathan Uliel Saldanha. Juntos componen un entorno acústico abrumador donde los bailarines se mueven como un hormiguero humano que vibra y deslumbra. Como hormigas va cada uno a lo suyo, pero con un objetivo común. Danza frenética, virtuosa, meticulosamente orquestada pero generadora de sensaciones contrapuestas, trasunto de una sociedad confusa y atemorizada, con sus crescendos que alcanzan un pico de intensidad para después volver a la calma. El único motor capaz de acabar con la apisonadora es el grupo, la comunidad que no disuelve las individualidades, sino que las suma para crear un cuerpo colectivo y combativo, único portador legítimo del poder.