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Antonio, un actor devenido a director, intenta recobrar su pasado de joven promesa de las artes escénicas dirigiendo una peculiar versión de Macbeth, ambientada en un manicomio. Para ello recurre a tres actores totalmente diferentes: Marcos, un galán de la tele, Miranda, una diva, y Fernando, un temperamental de método propio. Durante los ensayos, se pondrán en evidencia las personalidades de cada uno, que conviven sobre la delicada línea que separa la comedia de la tragedia. A los desafíos de montar una producción teatral, se suma la locura de director y actores, que supera la de los personajes.
Como tantas veces, la comedia sobre el escenario surge de la tragedia que viven los personajes. No hay ser más trágico que un intérprete. Como dice Shakespeare en boca de Macbeth: la vida es “un pobre actor que se pavonea inquieto por el escenario, y después nadie lo oye”. La comedia y a tragedia siempre han ido de la mano, desde el comienzo de la dramaturgia.
Según Aristóteles la comedia es la “imitación de hombres inferiores, pero no en toda la extensión del vicio, sino en lo que tienen de risible, pues lo risible es un defecto y una fealdad no especial, ya que da risa que no causa dolor ni ruina”.
¿Se puede considerar inferiores a personas que simplemente ahondan en su ego para plasmarlo sobre el escenario? No necesariamente, pero sí que sus tropiezos en esa búsqueda muchas veces causan la risa en el espectador. Por eso en Mañana y mañana y mañana, se acercan más a las palabras de otro grande de la escena, Valle Inclán, cuando decía que en la comedia “autor y personajes conviven, el primero como titiritero y los segundos como marionetas”.
De ese espectáculo de marionetas que puede ser el ensayo de una obra de teatro, pero con todo el cariño que pone el artesano al tallar sus títeres con sus propias manos, nace Mañana y mañana y mañana.
