Parece que antes de nacer ya estábamos escuchando cosas. Luego, ya en el mundo, nos vimos rodeados de entonaciones. Con el tiempo, algunas se fueron convirtiendo en palabras. Palabras que aprendimos a decir y a repetir hasta olvidar que alguna vez fueron música. Y así crecimos, con el lenguaje y sus sentidos, atenuándole su musicalidad a la voz.
Por suerte, también cantamos. Y cuando cantamos el cuerpo recuerda que hay algo más en las palabras que unas ideas en los labios. Que hay mucho más en cada nombre que un deseo de nombrar. Hay aire, movimiento, voluntad y música. Por eso nos acompañan las canciones. Las que nos cantaban para dormir, las que cantamos borrachos, las que están atadas a un recuerdo para siempre, las que nos hacen reír, las que no podemos escuchar sin llorar. Para recordarnos ese misterio. El que conocemos antes de nacer. El de la música que hay en todo.
Las canciones nace del deseo de ocuparnos del sentido siempre abierto, el primero: el escuchar. Escuchar el mundo y escuchar su música contra la que ningún párpado protege puesto que, como dice Quignard, ningún párpado se cierra sobre la oreja.
En Las canciones, un grupo de personas se reúne para escuchar diversas músicas. Y lo que en principio parecía un acto inofensivo –un grupo de gente escuchando y cantando canciones– termina por transformarlos a todos. Es lo que sucede al asomarse a algún misterio.