Jugamos tan duro que nos hacemos daño es una pieza de baile, una partitura de movimiento, un hallazgo en la memoria de su creador, un jardín dónde juegan los niños perdidos, extraviados.
Fernando Troya nos indica un lugar, nos señala su entrada, nada se nos oculta y se prende fuego. Nos queda atender, saltar sobre la hoguera, arder.
De tintes sarcásticos y carácter performativo, el espectáculo legitima la indagación y el uso metafórico del objeto en su relación con el cuerpo para interesarse en los espacios intermedios del movimiento, la danza y el teatro.