Fotos: Pablo Guidali / ©2018 Rocío Molina
Rocío Molina (Málaga, 1984) ha desarrollado siempre un flamenco personal, comprometido y visceral. Así lo demuestran coreografías superlativas de su catálogo como Afectos, Cuando las piedras vuelan o Bosque ardora, pero nunca antes había diluido las fronteras entre arte y vida como en Grito pelao.
Rocío Molina baila esta vez para expresar una necesidad imperiosa, la de ser madre, y reflexiona sobre lo que ello significa entroncando con el dilema que para tantos artistas supone la maternidad. No baila sola. Ha invitado a su madre, Lola Cruz, que la acompaña en el escenario en lo que supone una confrontación directa con sus deseos, su papel de hija y su necesidad de procrear.
Su amiga, la cantante Sílvia Pérez Cruz, que a su vez es también madre, es el tercer vértice de este escénico triángulo femenino y generacional, en el que el público es invitado a entrar en la órbita más íntima de esta artista excepcional. Atesora Rocío Molina una vieja anécdota que le ruboriza.
Era entonces una promesa del flamenco y había sido apoyada por el Baryshnikov Art Center de Nueva York. Tras bailar, con esa ferocidad que todavía le es característica, salió a escena el mismísimo Mikhail Baryshnikov y se arrodilló ante ella agradecido. Parecía una extravagancia de la estrella rusa del ballet. Hoy, con ese gesto, se confirma visionario. Molina no ha parado de crecer hasta convertirse en una gigante del flamenco. No es solamente el flamenco deslumbrante de una bailaora virtuosa, que también, sino el de una autora con mayúsculas que ha ido trascendiendo las convenciones de su arte en cada propuesta, que ha viajado a la universalidad internándose cada vez más en su propia interioridad hasta el punto de la confesión íntima.