Por Álvaro Vicente
Fotos: François Passerini
Superados todos los intentos taxonómicos y los palabros del tipo transdisciplinar, multidisciplinar, ultradisciplinar o metadisciplinar, la mejor forma de definir el trabajo del colectivo francocatalán Baro d’evel es recurrir a una vieja y manoseada palabra: BELLEZA. Por supuesto, laten en la decena larga de montajes que han cuajado la música, el circo, la danza y el teatro, el clown y una plástica escénica brutal, el humor y el riesgo, la relación virtuosa con la materia y la casi mística con los animales, la distancia y el silencio de una sala y la algarabía integrada de un espectáculo de calle, la mágica sensación de sentir la niña interior bajo una carpa y la lágrima incontrolable ante su poesía visual. Su última creación, previa a la pandemia, es un díptico en blanco y negro que los dejó allí, asomados al abismo, al acantilado sobre el que hacer equilibrios y acrobacias para seguir alimentando su utopía. La primera parte, negro sobre blanco, se llamaba Là, protagonizada por los fundadores de la compañía, Camille Decourtye y Blaï Mateu Trias, y el cuervo Gus. La segunda, blanco sobre negro, lleva por título Falaise y está interpretada por ocho seres humanos, un caballo y varios pájaros.
Falaise es una ceremonia inclasificable con la que, dicen Mateu y Decourtye, quieren “llevar al espectador por un laberinto interior, por un sueño lúcido”. Para ello trabajaron con el escenógrafo Lluc Castells con el fin de construir un espacio donde se abriesen diversos planos y los personajes pudieran dar saltos en el tiempo por distintos lugares de la historia. Como en Là, las paredes abren grietas por las que se entra y se sale, por las que se nace y se muere y se vuelve a renacer. Han vuelto a trabajar, una vez más, con María Muñoz y Pep Ramis, de la compañía Mal Pelo, para la puesta en escena, y han encontrado dos nuevos aliados que ahora, ya dentro, pareciera que estaban predestinados a habitar desde siempre esta troupe: Oriol Pla y Guillermo Weickert. Y ahí están esas palomas blancas y Txapakan, el caballo blanco que juega, trota y se tiende en torno a Camille. Y en el apartado dramatúrgico han vuelto a contar con Barbara Métais-Chastanier, que habla así de Falaise: “En la oscuridad de las cavernas, para los hombres el sonido era una brújula, la luz que les guiaba en la ceguera, el canto que iluminaba los muros. Para ubicarse, había que gritar. Para iluminar la oscuridad, había que cantar. Aquí también es así: gritan, buscan, andan a tientas. Avanzan lo mejor que pueden por el túnel de la época. Es difícil saber si están a los pies de la pared o en la cumbre del mundo, si la vida muere allí o si renace. Quieren salir adelante. Cueste lo que cueste. Son muchos. Es un rebaño. Es una multitud. Casi una familia. Y en los intersticios de un mundo en ruinas, inventan algo nuevo”.
Es muy difícil no caer rendidos ante un espectáculo tan conmovedor como este, tan universal, tan humano, aunque suene a retórica vacía. Vuelvan sobre estas líneas al finalizar la representación y me cuentan. Son dos horas de tanto virtuosismo y pureza como imperfección y transgresión. Aquí la palabra es cuerpo, la razón es arte, el tiempo se contorsiona y la vida juega como una niña cruzando un río por un tronco fino. Esa niña posee a Camille Decourtye, con toda su frágil fortaleza, valga la paradoja, desde que al comenzar la función nos dice que todo irá bien. La posee a ella y nos agarra el corazón a quienes asistimos boquiabiertas al ritual cuyo magnetismo nos lleva a asomarnos con ellos al acantilado.