El director argentino Daniel Veronese fue uno de los primeros que supo hacer un teatro nuevo basado en el aroma chejoviano, extrayendo los conflictos universales y poniéndolos en contextos más cercanos y actuales, solo cambiando la forma de presentar las acciones, sin alterar sustancialmente las peripecias y las relaciones entre los personajes. En 2005 arrancó su Proyecto Chéjov con Un hombre que se ahoga, obra concebida a partir de Tres hermanas. Unos años más tarde llegaría Los hijos se han dormido, su personal lectura de La Gaviota. Y ahora, casi con el mismo elenco que en esta última, desbroza Tío Vania en Espía a una mujer que se mata. Un montaje en el que además recupera, como él dice, “la ya vieja y golpeada escenografía de Mujeres soñaron caballos (obra que estrenó en Buenos Aires en 2001, en lo que supuso el punto de inflexión en su carrera que le llevó a abandonar su etapa anterior en la compañía Periférico de objetos y que a Madrid llegó en 2007 con Blanca Portillo y Ginés García Millán al frente del reparto). En este Vania “no habrá vestimentas teatrales -continúa Veronese- ni ritmos bucólicos en fríos salones, ni trastos que denoten el tiempo campestre. Una mesa, dos sillas y unas botellas. Quitando elementos hasta llegar a la expresión mínima, adecuada para los actores”.
Espía a una mujer que se mata acaba sedimentando algunas cuestiones de orden universal: el alcohol, el amor por la naturaleza, los animales toscos y la búsqueda de la verdad a través del arte. Dios, Stanislavski y Genet, desvencijados.