Por Alberto Conejero
Fotos: Sergio Parra
La Comedia sin título es una obra de teatro que siempre estará por escribirse. Ésa es su potencia y yo no he pretendido clausurarla. Pero durante años me asomaba a la última línea del manuscrito como quien se asoma a la marea porque oye una voz que lo llama desde adentro. El sueño de la vida no pretende dar fin a la Comedia sin título, tampoco es una reescritura. Es un nuevo texto escrito en un vacío infinito, un diálogo entre lo que fue y lo que no pudo ser. No puedo explicar mucho sobre los sentidos de El sueño de la vida. He escrito como quien atraviesa sonámbulo una habitación en llamas. Creo además que hay algo de alucinación en el centro de esta experiencia que se resiste al decir. Mucho de El sueño de la vida forma parte del misterio. No sé muy bien cómo se han entrelazado las imágenes de Lorca con la propia ni por qué venían al recuerdo algunos versos y otros no. También en este proyecto hay mucho de juego, que es algo sagrado, y que algunos seguimos defendiendo ante este gobierno de lo útil, de lo necesario y de lo productivo.
Sí, he disfrutado mucho escribiendo El sueño de la vida. No quiero cubrir esta experiencia con la pátina pesada de una falsa solemnidad. Hay más pulsiones lisérgicas que conscientes. El conflicto sobre la verdad en el teatro y en el amor que en El público sucede principalmente dentro del pecho de El director se intenta resolver aquí abriendo de par en par las puertas del teatro. Pero por esas puertas abiertas entran no sólo el optimismo revolucionario y los anhelos de un mundo más justo sino también las fuerzas más conservadoras, cínicas y agresivas. Y no nos engañemos: éstas pueden encontrarse en los despachos, pero también en los andamios. No hay síntesis apaciguadora en su resolución: porque es insufrible un teatro que dé la espalda a la realidad de su tiempo (“no quiero que se derrame sangre verdadera junto a los muros de la mentira”) pero ¿qué poesía se sobrevive doblegada ante la pólvora y los estrados? Como en El público nos encontramos un callejón sin salida; de ahí emerge la idea del sacrificio en este auto sacramental laico en el que creador aparece “como un agonizante de Dios” que no pertenece “ni al reino de los vivos ni al de los muertos” y, sin embargo, no puede dejar de pertenecer. He sentido la compañía de Artaud, de Angélica Liddell, de Mouawad mientras lo escribía, autores todo de pulsión trágica y entregados al misterio, de los que aprendo todos los días; y, por supuesto y en cada momento, de Lorca escribiendo estos dos actos que no pretenden dar fin a nada sino entregar al presente la intimidad con una voz.