Tres personajes, casi como tres clowns, se encuentran en un lugar indeterminado, una suerte de jardín acotado circularmente. Para ellos, la vida parece un infinito volver a empezar, un eterno transcurrir hacia adelante cuyo destino, les lleva siempre de nuevo al inicio. Su existencia está marcada por la repetición: imaginan situaciones, inventan historias imposibles, anhelan el mundo de fuera, vivir la vida de ‘los de fuera’?Pero, ¿qué pasaría si uno de ellos decidiera romper la convención y vivir su propia aventura?
Es vital volver, regresar a ese círculo, a ese principio seguro y confortable, antes que admitir -y este es uno de los mayores conflictos de la humanidad- el miedo que les provoca ser libres de verdad. Y así, con esa sensación que produce no poder evolucionar, redoblan sus esfuerzos con la vitalidad necesaria como para descubrir que más allá de ese lugar, hay otros mundos, otros lugares y que, quizá, tienen la suficiente valentía como para entender que ya no se necesitan, que pueden ser sin el otro.
El resto del mundo es ancho y largo e inabarcable…
Si yo soy para mí solamente, ¿quién soy yo?, es la pregunta que constantemente se hacen, por eso prefieren renunciar a esa libertad que produce salir del círculo, antes que sentirse incomprendidos y verse solos, apartados, perdidos fuera de la línea, porque necesitan ser con el otro, a través del otro.
Entonces, su jardín, el jardín de Valentín, se convierte en el lugar perfecto para ellos, en donde pueden desplegar sus fantasías, sus ilusiones, sus anhelos, siendo conscientes de que el final, es solo el principio.
Pero qué más da: mejor esto que estar condenado a la soledad que produce la libertad…