No hay fuegos fatuos. No hay espectros ni conjuros. Está él, exorcizando fantasmas interiores en escena. Parecía extraño que un artista [conceptual] como Israel Galván enfrentara un ballet [narrativo] como El amor brujo, de Manuel de Falla. Pero no hay que llamarse a engaños, el feroz bailaor y coreógrafo no se ha traicionado y en su cuerpo la obra de Falla es una música que sacude el alma, no una historia que redime conciencias.
«El amor brujo si es un perro, me muerde, lo tenía cerca y no me daba cuenta. Quizás porque no me siento identificado con sus versiones en clave de ballet flamenco o danza», ha declarado el creador, que relata que fue un crítico, en una entrevista, el que le preguntó que para cuándo esta pieza. Le produjo extrañeza que le preguntaran por una obra narrativa ajena a su universo flamenco pero se le disparó la curiosidad por las posibilidades autónomas de una música fascinante que ha estado al servicio de un relato trágico, hoy más vigente que nunca, pues habla del acoso y control que, más allá de vida, mantiene desde la muerte el espectro de un maltratador sobre Candela, la que fue su novia sumisa.
Pero no hay amada, maltratador ni espectro en El amor brujo, de Galván, que lo baila desde la versión para piano de la obra, lejos de la monumentalidad orquestal. Evoca en su cuerpo los aires místicos y los rituales de brujería, pero como él mismo dice, queriendo volver a una idea del ensayo primario. «He intentado un Amor brujo más crudo, sin orquestación y sin cuerpo de baile, llamando a que esos espíritus entren en mí», asegura.