Foto: Ana Erdozain
La vida, desde luego, desconcierta. En numerosas ocasiones, la realidad no proporciona las coordenadas necesarias para trazar un mapa medianamente satisfactorio de eso que llamamos vivir. En nuestra ayuda surge entonces la imaginación, la fantasía; una puerta al entendimiento de lo que sucede y de lo que se puede hacer; una caja de herramientas para poner en orden nuestra casa interior y, consecuentemente, el mundo. A veces la fantasía, como la vida, se nos va de las manos y nos quedamos ancladas en ese otro mundo -seguramente más cálido- pero en el que estamos solas y que se aleja de lo que conocemos por cordura.
¿Cómo encontrar el punto justo que no ate las alas, pero permita pisar tierra? ¿Tener puentes a ambos universos significa ser habitante de éstos? ¿Es posible que la fantasía sea más que refugio al dolor de lo real? ¿Puede que lo real, incluso en su propio dolor, contenga belleza?
Y, por otro lado, ¿podría -lo que hoy llamamos ‘real’- haber sucedido si no hubiese sido antes imaginado?