Carsi fue uno de los grandes secundarios del teatro español. Trabajó a caballo entre el siglo XIX y el XX. Fue testigo de cambios extraordinarios en la escena de su tiempo. Contempló el ascenso y la caída de dramaturgos petulantes, de grandes plumas que parecían inagotables y de escritores prolíficos que lograron numerosos éxitos. Tuvo a su lado a inmensas figuras que marcaron época y se convirtieron en leyenda, recién llegados que llegaron a ser indiscutibles y sobre todo gentes del oficio, de las que componen el grueso de la profesión y cuyos nombres desaparecieron en el océano del devenir teatral.
En sus más de setenta años de profesión se ganó un discreto lugar en el parnaso de su tiempo y fue afortunado; disfrutó de una vejez dentro del propio oficio, acogido y respetado por los que en aquel momento gozaban del aplauso del público. Esos cómicos que seguramente se iniciaron en las tablas a su lado tuvieron la decencia de arropar sus últimas intervenciones, de darle un sentido a sus últimos años de profesión con papeles discretos de carácter anciano.
Su figura fue el punto de partida para esta comedia que reflexiona sobre el teatro como un arte en continua transformación. Sobre la fugacidad de todo lo que rodea al escenario y la frustración que genera no asumirlo. Y finalmente sobre la ambición y esa sensación de nacer cada día que Talía nos dejó como herencia y que es la peor y la mejor parte del oficio.
Carsi pretende ser un divertido grito a favor del tiempo y del susurro, y en contra de la velocidad, del fuego de artificio, de la devaluación de la palabra y del grito. Necesitamos comenzar a entender la diferencia entre información y discurso, entre cultura y entretenimiento. En forma de comedia, la historia de Carsi pretende situarnos en un contexto en el que no nos queda más remedio que tomar partido para decidir dónde queremos estar.