Fotos: Vanessa Rábade
“El hogar está donde está el corazón”, dicen los ingleses, y si bien es discutible como su Brexit, cerveza con sabor a pis o el ‘balconing’, tiene mucho de cierto; en Camino largo de vuelta a casa se entiende ‘casa’ como acepción de ‘hogar’, con H tamaño 18 Times New Roman, eso que supuestamente es el lugar donde eres tú mismo, tienes el apoyo de tu gente, conectada a ti biológicamente o elegida a dedo; el lugar que te trae la paz, en resumen. Estar lejos del Hogar es oscuridad, ansiedad y desorientación vital; es el anhelo que no se va ni con dinero ni con cuerpos. Quien tuvo un Hogar lo sabe.
Las protagonistas de Camino largo de vuelta a casa son tres generaciones de mujeres: Filomena, que ya ha pasado los noventa (esa generación ‘difícil de matar’ que vivió nuestra terrible postguerra) pasa su vida sin ningún aliciente, deseando que el Señor se la lleve; su hija Begoña hace lo que puede ayudando a suicidas, convenciéndoles de que elijan la vida sin sentirse especialmente bien ella misma; y Luisa, nieta e hija de las anteriores, recién alojada bajo el mismo techo contra su voluntad debido a ‘la coyuntura del coño’ de la economía y que está pasando la crisis entre la veintena y la treintena, cuando las opciones para tener la vida con la que soñabas empiezan a reducirse.
En Camino largo de vuelta a casa las tres protagonistas van a buscar ese sitio mental en el que poder ser y para ello van a tener que comunicarse, encontrarse; secretos saldrán a la luz, viejas heridas sangrarán de nuevo y escopetas recortadas serán disparadas a través de las décadas en una comedia negra en la que puede que la luz al final del túnel no sea un tren, sino un lugar al que llamar Hogar. Una casa común.