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Apelar al sentimiento poético de la autoridad

Angélica Liddell: “El mundo entero está en manos de los sicarios de lo útil”

La creadora publica Los inspectores de linóleos viejos, en el que carga contra los técnicos y la maquinaría burocrática de las instituciones culturales.

 

Foto portada: Ximena Garrigues y Sergio Moya

Tras su estreno en el Festival Temporada Alta de Girona, el Festival de Otoño, dirigido por Alberto Conejero, programó en noviembre de 2021 dos funciones de Terebrante en el Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial, una pieza críptica y poética en la que Angélica Liddell no pronunciaba una sola palabra mientras invocaba la figura del cantaor flamenco Manuel Agujetas a partir de imágenes rotundas, poderosas y no todas comprensibles. Entre ellas, la de un puñado de guitarras descolgándose del cielo del escenario y cayendo a plomo sobre el suelo de linóleo del teatro, un suelo que quedó dañado con “un roto de un tamaño menor que el de una uña” tras esas dos funciones.

“A raíz de esto se desató un proceso burocrático absurdo donde había más afán de perjudicar que otra cosa. Se desató una conducta que solo revelaba el resentimiento de una patrulla canina en un acto de cumplimiento del deber. Hay personas a las que le proporciona un placer inmenso humillar a Angélica Liddell. Es un mecanismo psicológico básico que me suelo encontrar en mi país, como si se relamieran castigándome”, explica la creadora a esta revista. La compañía tuvo que pagar una factura de varios miles de euros para arreglar los desperfectos del suelo y de ese sentimiento de humillación nació Los inspectores de linóleos viejos, un texto que Liddell leyó en septiembre de 2022 en la Universidad Complutense de Madrid y que acaba de publicar La Uña Rota.

En su libro, Angélica Liddell no especifica nombres propios, fechas o a qué teatro pertenecía ese suelo de linóleo, aunque la historia, muy conocida en los círculos teatrales que la artista tanto detesta, ha sido confirmada por esta periodista. Lo que sí hace Liddell es citar a Steiner, Simone Weil, Dickens, Pasolini o Bernhard al tiempo que despliega un ataque furibundo contra esa maquinaria administrativa y burocrática de las instituciones culturales, integrada por aquellos a quienes llama ”inspectores de linóleos viejos”, los técnicos del teatro, “la Stasi del trabajo bien hecho, parapléjicos policiales, chupatintas, cagatintas, lameculos, tiralevitas de la ley y el orden, guardia roja o verde o amarilla de la nueva revolución cultural”, hombres que, en vez de proteger al artista, “protegen al verdadero chorizo, al mangante, al perverso, al politico”. Liddell, que trabaja ya en su nueva pieza, Vudú, “un acto de magia negra que, si todo va bien, estrenaré en noviembre” mientras prosigue la gira europea de Liebestod y Caridad, contestó por correo electrónico a varias preguntas sobre este libro.

 

Apelar al sentimiento poético de la autoridad en Madrid
Escena de Terebrante. Foto de Ximena Garrigues y Sergio Moya.

 

Como en sus piezas para el escenario, en este libro plantea una defensa del arte y sus propias leyes, ajenas a las del Estado, pero ¿de qué convulsión nace este texto?

Nace, una vez más, del asombro ante la naturaleza humana. Comprobar hasta qué punto la ruindad anida en el corazón de los seres humanos es un motor magnífico para la invectiva. Lo escribí de un tirón. Cuando recibes injusticia se despierta el demonio de la poesía.

 

Dibuja al artista como ‘el hombre solo’ frente al ‘hombre común’. ¿Puede explicar esta idea?

La idea de ‘el hombre solo’ la extraigo del nobel Gao Xingjian. En su Libro de un hombre solo narra las atrocidades de aquel periodo siniestro durante la Revolución Cultural china, donde el arte tenía que estar al servicio del Estado y se humillaba a poetas, artistas, intelectuales… “El hombre solo” es, por tanto, el hombre que sigue el dictado de su espíritu contra viento y marea. Alguien que no encaja en el mundo del ‘hombre común’, ese hombre común del que habla Pasolini al final de su vida, un hombre común que ya no pertenece a la idea romántica de ‘pueblo’, sino que ha hecho suyos todos los resortes totalitarios en un mundo prohibicionista y legalista.

 

Ese ‘hombre solo’ es una especie de Josef K. inmerso en un sistema cultural hiperburocratizado. ¿Dónde reside la perversidad de los mecanismos que aplica el teatro público a los creadores para la exhibición de su trabajo?

En el caso de los linóleos creo que había tanto afán de perjudicar a mi compañía, a mi persona, que se usó un mecanismo burocrático para liberar la perversidad. La perversidad está en los corazones humanos, en lo íntimo, no en la estructura en sí. Durante toda mi vida he dependido de los corazones humanos. He conocido a personas honestas que me han ayudado. Pero si en este entramado cultural das con un corazón sucio, un cobarde o un traidor estás perdido. Porque no son exactamente los mecanismos sino las personas. Los mecanismos pueden estar al servicio del artista. Son las personas las que ponen una estructura en contra del artista. Esa es la perversión. Si bien es cierto que no hay recursos para acoger a todas las compañías y suceden mil cosas hasta que se confirma una función, también es cierto que la mentira y la falta de honradez campan a sus anchas. El artista depende de la honestidad de los otros. Es una dependencia completa del amor de los otros. Pero acabas dependiendo de la mezquindad. Nadie lo ha expresado mejor que Diderot en El sobrino de Rameau.

 

Apelar al sentimiento poético de la autoridad en Madrid
Imagen de Angélica Liddell en Terebrante. Foto de Ximena Garrigues y Sergio Moya.

 

Se fija en los técnicos, los que comprueban que ese linóleo viejo ha sufrido un desperfecto que tendrá que pagar el artista, pero esos técnicos que no protegen al artista y sí al organismo, escribe, tienen un jefe y ese jefe depende de otro jefe, que no es otro que el director del teatro o del festival en cuestión. ¿Por qué carga contra quienes cumplen esas órdenes y no contra quienes las dictan, nombrados por la administración política de turno?

Hago más hincapié porque, para mí, la suciedad de las personas que emprenden la acción no puede quedar desdibujada por la máquina, por la mole. Precisamente me detengo en ello, en los subordinados, porque tu vida queda en sus manos. Recuerdo haber escuchado a Haro Tecglen decir que tu vida dependía de quien estaba detrás de una ventanilla. Y es verdad. Depende de la sabandija o de la buena persona que está tras la ventanilla, no tanto de la ley, sino de la inteligencia y del amor, de la interpretación de la ley, no de las tablas de la ley. Si no hacemos hincapié en la ruindad humana, en los Thénardier, estamos de nuevo situados en el mundo de la abstracción contra el que lucha Gao Xingjian. Por otra parte, si el jefe de la patrulla canina no hace nada para impedir una actuación tan ruin, también estamos hablando de un corazón que no está preparado para la jefatura, no está a la altura del arte. Luego la máquina ya va sola, la máquina es lo kafkiano. Los jueces y los jefes deberían ser esas personas inteligentes y sensibles que, como en el exemplum de la “Caridad Romana”, son capaces de anular una condena ante un inmenso acto de amor. La justicia no es la ley. La justicia es el rito que está por encima de la ley, incluso hasta el punto de desactivarla. De ahí que Sade entienda antes el fragor de un criminal frente a la frialdad de la ley del Estado. Esa es la base de su filosofía. Nadie debería ser jefe o juez sin el don de la piedad. La justicia, para el verdadero juez y el verdadero jefe, es un acto poético. La autoridad debería depender de un profundo sentimiento poético, pero por supuesto en las oficinas se carece de este grado de sensibilidad. Cuando un juez o un jefe carecen de esta capacidad se convierten en subordinados que creen ser jefes. Detrás de la máscara de jefe a veces hay un idiota. El artista es el que obliga al juez con su acto de amor a deponer la ley. Pero vete a explicar esto a las oficinas de producción del castillo. En esas oficinas trabajan unos personajes intermedios, entre la dirección artística y la dirección técnica, que pueden llegar a ser bastante viscosos, mediocres y estúpidos, y son los que te amargan la vida en serio. Estas oficinas de producción de los teatros son uno de los espantos de Kafka. A menudo, el director artístico de un teatro o de un festival es el que menos pinta en todo este lío. Son los personajes intermedios los que lo joden todo, como en las novelas de Dickens. Pero puesto que reptan no se les ve bien.

 

“En cada hombre común hay un policía […] El hombre común se ha convertido en represor”, escribe. ¿Por qué cree que nos hemos entregado a la denuncia?

Por egotismo. Porque es una sociedad que alienta el ego. En el perímetro ritual el ego se sacrifica, se entrega, se renuncia al ego. En cambio, el hombre común alimenta su ego a costa de lo que sea, no entrega su ego, lo hace crecer. Se ha favorecido el legalismo por encima de la sensatez. Pero creo que esto ha sucedido en todas las épocas. Solo que ahora la denuncia se ha convertido en una vía rápida y fácil, y además está de acuerdo con la consecución de una horizontalidad donde el respeto por la excelencia y la excepción se fulmina. Pero por encima de todo están las ansias de perjudicar.

 

Esa radiografía que usted hace de un sistema creado y sostenido por estos «sicarios de lo útil», ¿es propia solo de España o se ha encontrado estas prácticas en otros países en los que ha trabajado?

El mundo entero está en manos de los sicarios de lo útil. Solo que tengo la desgracia de ser española y, ya sabes, somos expertos en la lucha de garrotazos.

 

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