Por Pablo Iglesias Simón / @piglesiassimon
Adrian Tomine es un maestro en retratar lo cotidiano a través de instantáneas que escapan a la domesticación de lo fabular. Sus historias son nudos sin planteamiento ni desenlace, fragmentos candidatos a ser elididos que, con una aparente distancia y frialdad, consiguen penetrar cándidamente en las entrañas de la banalidad de nuestro existir. Anécdotas que, sin preguntar ni afirmar nada, cuestionan y revelan. Que rehuyen la posibilidad de narrar algo, porque todo lo que cuentan está en lo que callan. Que sacan lo que ocultamos debajo de la alfombra y visibilizan lo que ocurre entre los bastidores de nuestra vida.
Sonámbulo y otras historias contiene dieciséis relatos que hablan del amor cuando ya no está, de las múltiples caras de la soledad, de la lejanía de lo que tenemos cerca. Así nos trasladan a incómodos reencuentros con ex parejas, el día a día de un trabajo de verano indeseado, la difícil vuelta a casa tras perder un vuelo a ninguna parte o la lectura obsesiva de los anuncios por palabras, antesala del voyerismo de las actuales redes sociales.
Con Rubia de verano, Tomine aumenta la extensión de sus relatos, en este caso cuatro, para realizar un elogio de pringados y marginados: un escritor mediocre de cierto éxito a quien un bloqueo literario le hará enfrentarse a las frustraciones de su pasado; un mirón inseguro que se convertirá en un acosador a su pesar; una simpática telefonista, incapaz de comunicarse con las personas cara a cara; y dos adolescentes perdidos buscando la aceptación en los demás.
En Intrusos continúa esta crónica perturbadora, ahora teñida de color y en seis historias, que nos hará conocer, entre otros, a un obstinado jardinero, que luchará en vano por popularizar el imposible arte de la “hortiescultura”, una joven, que tendrá que lidiar con los equívocos que provocará su parecido a una estrella del porno, una ex alcohólica, obligada en su desesperación a convivir con un maltratador o la triste historia de la pérdida de un ser querido narrada con el entusiasmo de una aprendiz de monologuista sin ninguna gracia.