Juan ‘el Chiqui’ ha muerto en la plaza. Esta noticia sacude al mundo taurino, a la familia del torero, a la ganadería Bermín Suvilleda, que puso al toro asesino, pero aún más a Ramón, que acaba de perder a su mejor torero. Temiendo por su futuro como apoderado, Ramón convence a Juan hijo, el último ‘Chiqui’, retirado de los ruedos tras una fuerte cornada hace años, para que vuelva a torear por San Isidro.
Pero tras firmar con Toño, el poderoso empresario de Las Ventas, Ramón descubre que Juan no se ha rehecho tras aquella cornada -algunas duran un segundo, otras, toda la vida-, por lo que deberá ayudarle a recobrar el valor antes de la faena más importante de su carrera. No cuentan con que Alejandra, la viuda y madre, se interpondrá en su camino con la obsesión de recuperar una antigua tradición: sacrificar a la madre del toro que mató a su marido.
En el clásico debate entre defensores y detractores del toreo, la atención se suele dirigir hacia el sufrimiento del toro, dejando el sufrimiento del torero fuera del foco. Esto se debe a que los taurinos dan por supuesto este sufrimiento -el torero es un héroe- y a los antitaurinos no les interesa -el torero es un asesino-, creando así un punto ciego en el debate, que aquí se recoge como punto de partida para El toro que mató a Juan ‘el Chiqui’.
Tras años de documentación y entrevistado de ex/profesionales del toreo, han descubierto indicios que apuntan a que el torero no solo está sometido a un deterioro físico (pérdida de músculos, órganos, nervios; dolor crónico; muerte), sino también a un deterioro psicológico (trastornos de ansiedad generalizada, de estrés postraumático, explosivo intermitente, depresivo, etc.), a conductas agresivas y al consumo de estimulantes como la cocaína.
Sin embargo, el torero no es por ello una víctima arrastrada por un vía crucis de horror, sino que él lo camina convencido por los valores tradicionales de entrega, heroicidad y búsqueda de la gloria.