El templo vacío es un trabajo en colaboración con Lluís Homar. Si bien firmamos juntos la dirección, es justo decir que la dramaturgia también es compartida. Ha sido su interés en la divulgación de textos místicos, su selección de autores y su búsqueda espiritual lo que ha escrito este texto. Yo me he dedicado a darle la forma literaria y, después, a encontrar la temperatura escénica que se acercara a la templanza que exige el tema. Sin embargo, cabe aquí decir que El templo vacío es el primer trabajo de adaptación que he podido considerar de autoría original.
Es habitual que en el trabajo dramatúrgico nos concentremos sobre un texto literario y lo adecuemos para la escena resolviendo las necesidades de la producción: duración, reparto, hilo conductor, desarrollo de conflictos, temas a destacar, etc. No ha sido así en este caso. El encargo era contar, escénicamente, y con palabras de otros, el relato del esfuerzo vital que resulta al emprender un camino de sosiego interior.
Vertebré el espectáculo en torno a su propio nombre: el templo y el vacío. Si (como afirma el griego en el Cratilo), el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de “rosa” está la rosa, y todo el Nilo en la palabra “Nilo”, me ayudó Jorge Luis Borges. En la idea de templo como alma y de vacío como un vaciado del ego, como una des-ocupación y des-preocupación de uno mismo concuerdan todos los autores elegidos, cada uno con su expresión y su forma artística. Esta conversación universal que tomó cuerpo para nuestro espectáculo, este diálogo con nosotros fuera de su tiempo y de su espacio y ese monólogo interior que surgió en la voz de Lluís Homar, me llevó un día a decirle que sentía que el texto se había escrito solo. En este sentido, El templo vacío es un texto propio, pero no original.
Los místicos, todos ellos poetas (escriban o no en verso) han tenido que inventar nuevas formas de lenguaje para, como dice José Ángel Valente, poder decir aquello que no se puede. En ese esfuerzo de encontrar la materia de la palabra para capturar la luz, no han venido a describir un mundo, sino que han descubierto su misterio. No son escritores, son inventores de la escritura. Lo más que podemos hacer –con este conocimiento que nos han legado– es leer (y entonces escuchar).
Un lector, por bien que adapte, adecue, acomode, interprete, juegue incluso y hasta se recree, no puede medirse con las sagradas escrituras. Y en las sagradas escrituras incluyo también a Lorca y a Shakespeare y a todo creador que nos ha inventado con todo y nuestras almas (y que, además, nos sigue dando trabajo en este precario mundo teatral). Quizás esa ha sido la enseñanza de este texto: El templo vacío me ha venido a revelar que su forma no es solo un libreto para la elaboración de un espectáculo, sino que, en el trabajo de dramaturgia, cuanto más propio se acaba sintiendo un texto, más debemos de aceptar que no nos pertenece.