Fotos: Esmeralda Martín
Jean-Luc Lagarce escribe Tan solo el fin del mundo en Berlín en 1990. Poco tiempo antes había recibido la noticia de que había contraído el VIH. Por aquel entonces, este virus era, no solo el causante de una enfermedad con unos índices de mortalidad muy elevados, sino también un estigma que te dejaba marcado.
Es imposible no relacionar este hecho fatídico con la escritura de la pieza. Podríamos decir que el elemento autoficcional está presente desde el comienzo. Louis, su protagonista, dice tener la misma edad que Lagarce, 34 años, y reconoce tener la muerte cerca, en un año exactamente. Sin embargo, no es una obra de autoficción. Ni siquiera es una obra sobre la muerte o, desde luego, no solo sobre la muerte. El elemento central es la familia. Ese ámbito que nos vertebra por confirmación o por rechazo.
Louis ha huido de esa familia durante años. Los ha abandonado. Escapa de allí para construir una vida nueva a espaldas de la familia en la que creció. Y cuando recibe la noticia de su inminente muerte, decide volver como el hijo pródigo para, dice él, comunicar su muerte. Buscando no se sabe muy bien qué: ¿el cierre de un ciclo?, ¿el perdón por su ausencia?, ¿el calor de aquellos a los que ha renunciado pero que le seguirán siendo fieles en estos últimos pasos de su vida?, ¿el reencuentro con ese paraíso perdido que es la infancia? Louis no conseguirá comunicar la noticia, pero les dará la oportunidad a ellos −su madre, sus hermanos y su cuñada− de mostrarles lo que ha significado su ausencia y el dolor que les ha provocado.