Fotos portada: Bárbara Sánchez Palomero.

 

Esa frase me saca del ensimismamiento, estoy sentada en un banco, el sol no termina de calentar mis huesos, miro mis manos manchadas y arrugadas: esto era el futuro.

Aquella frase pertenecía a una obra en la que participé -¿hace cuántas navidades ya? – en Madrid, en la sala pequeña del María Guerrero. En ese montaje había niñas y niños.
No recuerdo el nombre de ninguno y, sin embargo, -qué cosa- aún me acuerdo de sus caras. Recuerdo que en el escenario decían lo que querían ser de mayores, me pregunto cuántos de ellos llegaron a serlo, cuántos se traicionaron por el camino y, siendo así, cuáles fueron sus tácticas de autoengaño para convencerse que uno puede llegar a ser algo distinto de lo que uno es.

Ojalá ninguno confundiera «no me gusta» con «me asusta».

Ojalá utilizaran bien el miedo y se dieran cuenta que siempre hay tiempo para soltar lastres, quemar naves y alcanzar la tierra que ellos mismos se prometieron.

Ahora que estoy en el futuro, en este parque rodeada de otros ancianos, pienso en los columpios de mi infancia, en aquel tobogán verde frente a la playa, y también pienso en el tejemaneje de la vida.

Porque fue en aquella época, mientras yo me balanceaba de niña con la ayuda del poniente, cuando me enteré que los de esta foto eran mis bisabuelos paternos y que ambos en una ocasión fueron invitados a una boda de la familia, en un cortijo, en las inmediaciones de Níjar, la cual nunca se celebró.

 

BUENO, QUÉ, ¿VAMOS AL FUTURO O QUÉ? en Madrid
Foto cortesía de Zaira Montes.

La foto es de 1919 así que aún faltaban 9 años para la boda y para la sangre, pero a mi siempre me ha gustado imaginar que esta imagen se tomó justo esa noche, y que así llegaron vestidos al cortijo de El Fraile para celebrar la unión.

Siempre me ha gustado imaginármelo porque, entre otras cosas, con «los mayores» nunca hubo manera de hablar de este tema, porque eso era tabú,
porque la familia era muy grande y no nos tocaba de cerca, porque daba mal fario, porque mejor callar, porque la deshonra…
-Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio!-

El pariente de mi bisabuelo se llamaba Francisco Montes Cañadas, y no murió apuñalado sino tras recibir varios disparos al intentar huir en mula con su prima, la novia de la boda frustrada.
Más tarde sería conocido como Leonardo.

Así lo bautizó Federico García Lorca quien a partir del crimen almeriense regaló al mundo una de las joyas más sublimes del teatro universal.

Ahora que estoy en el futuro pienso en el extraño engranaje que nos conduce de unos a otros, en la suerte de haber pasado por esta vida pronunciando algunas palabras del poeta, y de pronto, no sé porqué, recuerdo aquella tarde que estuve en el barranco de Víznar junto a mi gran amigo Juan Vinuesa.

Con ese amigo jugué a Los Columpios, (¡me vino el título a la cabeza!), así se llamaba la obra de aquellas navidades lejanas.

Me tiembla el pulso, me falla la vista, rebusco en mi bolso y, entre un montón de papeles, encuentro aquella nota que Juan me pidió que leyera en el futuro:

 

1 de diciembre de 2022
Hoy estrenamos y espero que, durante estos años, te haya dicho verbalmente algo importantísimo para mí. Por si acaso, te lo dejo escrito en esta nota: eres una de las personas de las que más he aprendido un valor importantísimo para convivir en esta sociedad: la lealtad.  Te quiero, amiga. Cómo lo hemos pasado en ‘Los columpios’, junto a toda esta gente de corazón tan noble y con tantas ganas de reír. Seguramente estés leyendo esto desde Noruega porque te pega triunfar allí. Me imagino que yo estaré con una enfermedad terminal (aunque siempre seré más joven que tú), ven a verme.

 

BUENO, QUÉ, ¿VAMOS AL FUTURO O QUÉ? en Madrid
Escena de Los Columpios. Foto de Bárbara Sánchez Palomero.

En esa obra había niñas, niños y también estaban «los mayores»: Marta, Belén, Paco, Pepa y Juan.

Para estos mayores no había temas tabús, ni deshonras, ni mal fario. ¡Cuánto les gustaba jugar!

Esa obra fue escrita por José Troncoso – hace demasiados meses que no sé de él, no sé si habrá echado ya a volar o si seguirá escribiendo frente a su mar en Cádiz-, él nos enseñó, sin él pretenderlo, que el juego es una cosa muy seria, que va al tuétano de las cosas, que se rige por unas leyes que sólo se pueden abordar desde la ferocidad, y que el camino y la guía siempre es el placer.

Porque «si no estoy jugando, estoy sufriendo».

El sol se está escondiendo y tengo el frío metido en el cuerpo así que creo que, ya sí, ha llegado el momento de dejar de aferrarme al suelo y empezar a jugar a otro juego.

Con una ligereza que no me corresponde, me dirijo a los columpios que hay enfrente, los otros ancianos me observan, me subo a uno de ellos y, rápidamente, una ráfaga de aire arrecia contra mi espalda.

Me gusta imaginarme que no es solo aire, que también son manos de los que ya no están y de los que tienen ganas de llegar.

El viento me empuja hasta «el punto más alto» donde «parece que fueras a quedarte para siempre suspendida en el aire, ni subiendo ni bajando, en una eterna suspensión».

Y en ese punto, recuerdo, y pronuncio bajito, aquellas palabras de aquella obra de aquellas navidades:

«Y en ese momento, todo es posible. Y en ese momento eres inmortal«.

 

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