Fotos: Felipe Mena
Dice Paco Nieva que La importancia de llamarse Ernesto es «un perfecto sueño de teatro, una comedia despiadada y excéntrica, perfecta, bella y onírica como la vida de una rosa en las extrañas paredes de un jardín vertical». Una rosa delicada que nos recuerda aquello efímero y revelador que tiene la belleza y la vida.
Wilde escribió un guiño perfecto lleno de sabiduría dramatúrgica y de inteligencia vital. Con sus réplicas desacomplejadas hace que la verdad explote en la cara de los espectadores, que se sienten constantemente interpelados.
Wilde obra una gran cantidad de territorios por donde se pasean sus personajes: el amor, el deseo, los orígenes, el compromiso, la hipocresía, la identidad y, sobre todo, la libertad, la suya tan estimada libertad, para poder ser quien era, y que lo llevó a la prisión al poco de escribir La importancia de llamarse Ernesto. Este sentimiento de libertad está presente en toda la función. Y quizás la concreción más clara de esta libertad la vemos en dos de los personajes femeninos, Gwendolen y Cecily, que viven con tanta o más intensidad su vida soñada que su vida real. ¿Dónde están los límites de cada uno de nosotros? ¿Por qué nos autocensuramos? ¿Cómo podemos llegar a ser, con plenitud, nosotros mismos?
Aunque quizás cueste de ver, puesto que nos encontramos ante una comedia luminosa, dentro de La importancia de llamarse Ernesto hay también una fuerte pulsión de muerte. Como toda obra de arte que nos resuena, después de más de cien años de su creación, lo que nos explica Wilde de cómo vivir está profundamente ligado al hecho de que esto de existir (que sepamos nosotros) solo pasa una vez y que nuestra ‘estancia’ en este mundo solo tiene sentido si llegamos a ser libres.