Por Álvaro Vicente
Cuando decimos eso tan rimbombante de ‘el gran teatro del mundo’, no incluimos ahí ni a las plantas ni a los seres inertes. Manuela Infante sí. La directora, dramaturga, músico y guionista chilena lleva unos años entregada a la tarea de pensar y hacer un teatro no-humano o post-antropocéntrico. Cuidado, no se trata de un teatro poshumanista, consagrando los haceres y sentires humanos a las máquinas. No, se trata de una crítica a la mirada antropocéntrica y al modo en que los seres humanos nos relacionamos entre nosotros y con otros habitantes de este nuestro mundo. O incluso de otros, porque Marte tiene una cierta presencia en Cómo convertirse en piedra. No digo más. Tampoco le anima incluir deliberadamente una perspectiva ecologista en estas últimas obras que está montando. “A mí lo que me moviliza -explica- tiene que ver con explorar y vulnerar la frontera entre humanidad y no humanidad. Entender cómo es que fuimos inventando esta idea de la naturaleza como algo exterior y, por lo tanto, explotable”.
Este interés y el trabajo que alienta, esta exploración especulativa, comienzan cuando Manuela Infante deja la compañía Teatro de Chile, en la que estuvo entre 2002 y 2016 y que la colocó en el lugar artístico del que hoy disfruta. En ese mismo 2016 estrena Realismo, obra bisagra entre una etapa y la siguiente, en la que ya se pone en crisis la noción moderna del ser humano como medida de todas las cosas. En 2017 estrena Estado vegetal, donde las protagonistas son las plantas. En 2021 pone en escena Cómo convertirse en piedra y ya en enero de este 2022 sigue la colección con Fuego, fuego, estrenada en el Teatre Nacional de Catalunya, que, como su título indica, se ocupa de ese elemento tan controvertido y tan ambivalente en la vida del planeta. El experimento no acaba en las temáticas elegidas, sino que se busca también que lo formal, que lo dramatúrgico, se vea involucrado sacudiendo también los esquemas establecidos, que son, claro, profundamente humanos. Si rompes una piedra por la mitad y sabes leerla, encontrarás el dibujo del paso del tiempo creado por la sedimentación y los fenómenos geofísicos que determinan el lugar, forma, peso o textura de una simple roca. ¿Cómo lleva ese mecanismo al teatro?
Infante tiene una metodología que ella llama “imitar la no humanidad con el cuerpo de la obra”. Para hablar de piedras, recoge de las propias piedras la forma en la que va a hablar de ellas, recoge de lo que observa los medios formales a través de los que hablará de lo observado. Llevando un paso más allá la idea aristotélica de mímesis, propone modelos de actuación y narración imitando ese apilamiento de capas aglomeradas por efecto del paso del tiempo. La herramienta principal es el loop. Con un pedal de loops, cada uno de los tres actores de la obra va superponiendo niveles narrativos y de acción. Además, los personajes son una suma de ser vivo y no-vivo, porque cada uno carga con su cadáver, están duplicados. A través de improvisaciones, se fueron extrayendo, como minerales, las palabras y las situaciones que quedaron luego fijadas en la obra. Se genera una dramaturgia ramificada donde tanto cuentan las sonoridades (muy trabajadas por ella misma, como músico que es) como los materiales y las relaciones entre lo humano y lo no humano que hay en escena. Esa suerte de dramaturgia mineral extractivista (que alberga una crítica a su vez contra el extractivismo del capitalismo patriarcal con respecto a la Tierra y a la feminidad) se revela feminista por lo formal. “Veo mucho esfuerzo -explica la autora- por escribir narrativa feminista, dramaturgia feminista, y resulta casi siempre en ejercicios de tematización de los problemas del feminismo. Me parece más poderoso -en términos de cambiar el patriarcado- pensar desde nuestras disciplinas en modificar las estructuras formales. Son maneras de cuestionar las formas dramáticas hegemónicas que nos han sido entregadas por una cultura teatral y literaria que es patriarcal y antropocéntrica. Gran parte de cuestionar el paradigma de lo humano es cuestionar la supremacía masculina, blanca, europea, especista. Están todas amarradas, no son independientes”. Lo dice una creadora que, pese a tener muchos teatros europeos poniéndole guita y medios para trabajar, prefiere seguir viviendo en Chile, con toda su precariedad a cuestas, para no dejar de tener esa voz y esa mirada decolonial desde un sur global que puede plantearse cómo convertirse en una piedra, cómo estar más cerca de lo otro, lo no humano.